Y el Quijote fue aprobado legalmente, 1604

Y el Quijote fue aprobado legalmente, 1604

Miguel de Cervantes, como cualquier escritor de su época, sufrió los engorrosos trámites burocráticos derivados de la publicación de una obra literaria. Eso sí, se trataba de prevenir ediciones «piratas» y de evitar que los esfuerzos del autor y del editor no fueron suficientemente reconocidos con los beneficios económicos pertinentes. Miguel debía andar muy molesto con la situación, entre otras cosas porque la seguridad antifraude era muy relativa, desde el puno de vista jurídico duraba diez años, y afectaba sólo al reino de Castilla.

Pero a pesar de los trámites cumplidos, pasó lo que tenía que pasar: dos ediciones piratas, una en Valencia y otra en Lisboa. El libro contaba con el Privilegio Real, firmado en Valladolid el 26 de septiembre de 1604 por Juan de Amezqueta en nombre de Felipe III.

La reacción fue la lógica: la segunda edición legal de la imprenta de Juan de la Cuesta contó con Privilegio Real también en el reino de Portugal.

Líos y más líos para que viera la luz el sueño de aquel hombre de 57 años, curtido en sueños, heroicidades y muchos, muchos desgarros provocados por la vida en una sociedad contradictoria y llena de fingimientos. ¡Menos mal que quedaba la fantasía!, quizá pensó Miguel, y escribió y peleo contra su condición, la de su mundo y la de otros mundos mediante el recurso supremo de convertirse en un creador. Creó una obra literaria que hoy podríamos comparar con unos de esos virus informáticos que de manera imperceptible, pero absolutamente eficaz, traspasan todo lo traspasable y acaban poniendo patas arriba o al menos haciendo visibles nuestros puntos flacos. Así fue con el Quijote, «infectó» al completo y en profundidad los falsos cimientos de aquella sociedad.

Por ello, a uno le resulta curioso imaginar la perpleja dejadez de Miguel ante los necesarios aspectos burocráticos, pero había que hacerlo, entre otras cosas porque había que vivir, ir al mercado cada día y comprar alimentos para que tu cuerpo siguiera en pie, para que tu casa siguiera siendo, para que…

También la Tasa y el Testimonio de las Erratas, y los agradecimientos laudatorios y lo que hiciera falta, aunque seguro que estaba nuestro creador cansado, muy cansado. El editor, Francisco de Robles, mandó el Privilegio Real desde Valladolid a la imprenta de Juan de la Cuesta; ya se ha tasado pero falta su aprobación, y el prólogo, versos preliminares…, todo lo necesario, puede que innecesario, pero había que seguir. En noviembre de 1604 la obra estaba casi lista, preparada para ver el mundo, pero faltaba algo: la Fe de erratas.

Se envió uno de los ejemplares a Alcalá de Henares, al Colegio de Teólogos de la Madre de Dios, en la calle Colegios. Allí el licenciado y médico de profesión Francisco Murcia de la Llana lo recibió como uno más, para eso le pagaban, nada menos que cuarenta mil maravedíes anuales. Y lo «corrigió» con desgana, pasando por encima de evidentes erratas, deprisa, como un trámite engorroso que en el fondo era innecesario, sólo hacía falta poner la firma y ya está. Y es lo que hizo, puede que ni siquiera leyera una sólo página, pero corregido estaba: «Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original: en testimonio de lo haber correcto, di esta fee. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá de Henares, en primero de diciembre de 1604 años», pero aún quedaba la aprobación de la tasa.

Juan Gallo de Andrada, escribano del Rey, dio la definitiva aprobación de la Tasa (el 20 e diciembre) de un libro «intitulado Historia del ingenioso hidalgo de la Mancha», olvidándose de poner aquello de «Don Quijote». Es lo que tiene el trámite, que a veces es víctima de la prisa. La obra fue tasada en doscientos noventa maravedíes y medio (entre 15 y 20 de nuestros euros), no estaba mal ni bien, mejor no pensarlo. Dinero era y Miguel podría comprar con su parte huevos, leche, pan lo que hiciera falta.

Se incorporaron tres pliegos (con todos los trámites ya cumplidos) a la obra ya impresa en la casa de Juan de la Cuesta, situada por aquellos lugares casi de extrarradio de la calle de Atocha. En enero de 1605 vio la luz la palabra de Don Quijote, de Sancho, de todos los mundos en un mundo: el de Miguel de Cervantes.

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