Una fachada tosca, llena de extraños requiebros que ordenan de una manera caótica los diferentes muros de la construcción; ventanas sin orden ni concierto, arquillos polilobulados, elegantes portadas, espadañas, arcos, hornacinas, piedra, tapial y ladrillo. Pero quizá sea precisamente esa falta de uniformidad aparente lo que da belleza al Convento de Santa Úrsula de la Concepción Franciscana, porque así se llama ese antiguo y largo edificio que embellece una calle, que fue de la Justa, pero que se terminó nombrando, con toda la lógica, de Santa Úrsula. Como habrán supuesto, este gran convento guarda tras de sí numerosos misterios. Es una clausura, estado lleno de enigmas ante el cual nos precipitamos en conjeturas sobre el cómo y el porqué de quienes eligen tal forma de entender la vida.
Pero si se trata de misterios, lo más apropiado sería desvelar el primero y, diría yo, el más esencial de todos: ¿quién fue la santa que da nombre al convento? Les puedo asegurar que su historia es, y no exagero, una de las más curiosas que conozco. Imagínense a una mujer acompañada de la casi escalofriante cifra de once mil vírgenes. Todo comenzó con una rebelión. El general Máximo, enviado por el emperador Graciano a Britania, decide, en el año 382, proclamarse César, asentándose con su ejército en una región de la costa de las Galias conocida como Armórica. Hasta aquí nada extraño, aunque la situación se empieza a complicar cuando aparece en escena uno de sus oficiales, llamado Conán, duque de Bretaña y cristiano, que de buenas a primeras decide encontrar mujer.
De esta manera entra en la historia Úrsula, la bellísima y muy virtuosa hija del rey Dionot de Cornualles (Inglaterra). Como ven, todo el relato parece contar con los ingredientes necesarios para terminar con el retórico “fueron felices y comieron perdices”. Pero no fue así, ella ya había decidido consagrar su vida a Dios comprometiéndose al voto de castidad, por lo que la intención de Conán de tomarla por esposa no fue precisamente bien recibida por la joven princesa. El padre, en cambio, encantado con la idea de casar a su hija, no sólo aceptó la petición personal del noble bretón, sino que también dio su beneplácito a otra solicitud: la de buscar entre sus súbditas a las mujeres, y vírgenes, suficientes para acallar los deseos más íntimos de los soldados a cargo del duque de Bretaña.
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La política y la necesidad acabó jugando contra Úrsula y terminó siendo embarcada, junto con las once mil vírgenes, en dirección a las costas de Armórica. Pero aquí entran a formar parte de la historia esos pertinaces elementos que siempre acaban, querámoslo o no, por aparecer: al poco de partir la expedición, resulta que una tremendísima tormenta dio al traste con los planes de Conán y sus soldados, haciendo que el gigantesco cortejo de vírgenes fuera a parar muy lejos del lugar previsto, nada menos que a la desembocadura del Rin.
Río arriba, el virginal cortejo acabó en la ciudad de Colonia. Y es aquí donde sucede el último episodio de tan dramática historia. La ciudad estaba en manos de los nada comprensivos Hunos, quienes al ver llegar tal cantidad de mujeres se plantearon, como podrán suponer, las más retorcidas intenciones hacia ellas. De esta manera, la desdichada Úrsula volvió a ser protagonista de la historia, encontrándose en la tesitura de tener que soportar los intentos de seducción de un general llamado Ganno. Ella se resistió, pero esta vez los elementos no jugaron a su favor y el grupo de doncellas encabezadas por la princesa acabó siendo atacado por los bárbaros, muriendo todas el 21 de octubre del año 383.
Úrsula y sus once mil vírgenes acabarían convirtiéndose, con el tiempo, en patronas de la ciudad alemana y, también, en leyenda. Pero lo cierto es que posiblemente el número de vírgenes no fuera once mil sino tan sólo once, cifra mucha más creíble y fácil de asimilar. Tamaña diferencia podría deberse a una lectura errónea o a una equivocación en la transcripción de las fuentes originales.
Ya ven, también las leyendas pueden acabar derrumbándose, aunque, eso sí, todavía estamos a tiempo de crearlas o recrearlas sin necesidad, por supuesto, de ser fieles ni a la presentación, ni al nudo ni tampoco al desenlace.