Guzmán de Alfarache y la vida de los estudiantes de Alcalá de Henares

Guzmán de Alfarache y la vida de los estudiantes de Alcalá de Henares, el sentimiento, la vida, los esfuerzos, la diversión… «¡Oh madre Alcalá!, ¿qué diré de ti, que satisfaga, o cómo para no agraviarte callaré, que no puedo?» dirá Mateo Alemán por boca de Guzmán en un arrebato de cariño hacia su Universidad de Alcalá de Henares. Disfruten con un texto lleno de encanto, tragedia y vida:

Guzmán de Alfarache y la vida de los estudiantes de Alcalá de Henares

GUZMÁN DE ALFARACHE DE MATEO ALEMÁN. CAPÍTULO IV, LIBRO III. SEGUNDA PARTE. LISBOA, AÑO DE 1604
Viudo ya Guzmán de Alfarache, trata de oír artes y teología en Alcalá de Henares, para ordenarse de misa, y, habiendo ya cursado, vuélvese a casar

Para derribar una piedra que está en lo alto de un monte, fuerzas de cualquiera hombre son poderosas y bastan. Con poco la hace rodar a el suelo. Empero para si se quisiese sacar aquesa misma piedra de lo hondo de un pozo, muchos no bastarían y diligencia grande se había de hacer.

Para caer yo de mi puesto, para perder mi hacienda con el buen crédito que tenía, solos fueron poderosos los desperdicios de mi mujer; empero agora, para volverme a levantar, necesario serían otros tíos, otros parientes, otra Génova y otro Milán, que otro Sayavedra viniese o que aquél resucitase; porque nunca más hallé criado ni compañero semejante con quien poderme llevar ni me supiera entender.

Los bienes y hacienda, cuanto tardan en venir, tan brevemente se van; con espacio se juntan y apriesa le distribuyen los perdidos. Cuanto hay hoy en el mundo, todo está sujeto a mudanzas y lleno dellas. Ni el rico esté seguro ni el pobre desconfíe, que tanto tarda en subir como en bajar la rueda, tan presto vacía como hinche.

Los excesivos gastos de mi casa me la dejaron de todo punto vacía de joyas y dineros. Pudiera la señora mi esposa, con buena conciencia, si ella la tuviera, reconocida de lo que por ella padecí, por los trabajos que de su exorbitancia me vinieron, dejarme alguna pequeña parte de su hacienda, lo que lícitamente pudiera, con que siquiera volviera solo y recogido a poner algún tratillo. Diera mis mohatras, ocupara por otra parte mi persona en algo que me hiciera la costa, con que pudiera convalecer de la flaqueza en que me dejó.

Empero no sólo en esta ocasión, pero en las más que se me ofrecieron con mis amigos, podré decir lo que Simónides. Tenía dos cofres en su casa y decía dellos que solía en ciertos tiempos abrirlos y que, cuando abría el de los trabajos, de que pensó y esperaba sacar algún fruto y le salió incierto, siempre lo halló colmado y lleno; empero el otro, donde se guardaban las gracias que le daban por el bien que hacía, nunca halló cosa en él y siempre lo tuvo vacío.

Igualmente fuimos desgraciados este filósofo y yo. Una misma estrella parece que influyó en ambos. Porque, aunque siempre me apasioné por ayudar y favorecer, sin considerar el daño ni el provecho que dello me había de resultar, ni tomar el consejo de los que dicen: «Ha[z] bien y guarte», puedo juntamente decir que nunca lavé cabeza que no me saliese tiñosa. Y siempre, aunque con ello me perdía, porfiaba. Porque borracho con aquel gusto, no reparaba en el daño que me hacían: que cuanto es fácil despojar a un ebrio, es dificultoso a un sobrio; pueden robar a el que duerme, pero no a quien vela. Nunca velé sobre mí, nunca creí que me pudiera faltar; siempre que lo tuve hize aquesta cuenta, y cuando me hallé necesitado, di en este conocimiento. Aunque fue malo, deseaba ser bueno, cuando no por gozar de aquel bien, a lo menos por no verme sujeto de algún grave mal. Olvidé los vicios, acomodéme con cualquier trabajo, por todas vías intenté pasar adelante y salí desgraciado dellas.

En sólo hacer mal y hurtar fui dichoso. Para sólo esto tuve fortuna, para ser desdichado venturoso. Esta es traza del pecado, favorecer en sus consejos, ayudar a sus valedores, para que con aquel calor se animen a más graves delitos, y, cuando los ve subidos en la cumbre, de allí los despeña. Sube a los ladrone[s] por la escalera y déjalos ahorcados. A diferencia de Dios, que nunca envió trabajo que no frutificase bienes: de los más graves males, mayores glorias, llevándonos por estrecha senda hasta las anchuras de la gloria, donde viene a darse a sí mismo. Parécenos, cuando nos vemos ahogados en la necesidad, que se olvida de nosotros y es como el padre, que, para enseñar a su hijo que ande, hace como que lo suelta de la mano, déjalo un poco, fingiendo apartarse dél: si el niño va hacia su padre, por poquito que mude los pies, cuando ya se cae, viene a dar en sus brazos y en ellos lo recibe, no dejándolo llegar a el suelo; empero, si apenas lo ha dejado, cuando luego se sienta, si no quiere andar, si no mueve los pies y si en soltándolo se deja caer, no es la culpa del amoroso padre, sino del perezoso niño.

Somos de mala naturaleza, nada nos ayudamos, ninguna costa ponemos, no queremos hacer diligencia; todo aguardamos a que se nos venga. Nunca Dios nos olvida ni deja; sabe muy bien quitar a los malos en un momento muchos grandes poderes adquiridos en largos años, y darle a Job brevemente con el doblo lo que le había quitado poco a poco.

Yo quedé tan desnudo, que me vi solamente arrimado a las paredes de mi casa. Si cuando tuve me regalaba, ya deseaba tener algo con que poder pasar la vida y sustentarla. Perecía de hambre. Acordéme de mi mocedad haber conocido en Madrid un niño bien inclinado y de gallardo entendimiento para en la edad que tenía. Criábalo una señora, madre suya en amor, aunque no lo había parido. Túvolo siempre muy dotrinado y juntamente con esto bien regalado. Habíase criado en Granada, donde hay unas uvas pequeñuelas y gustosas, que allí llaman jabíes. Pues como en Madrid no las hubiese y el niño nunca quería comer de otras que de aquellas de su tierra, cuando vio que no se las daban, viendo unas albillas en la mesa, pidió uvas de las chicas, como solía. La madre le dijo: «Niño, aquí no hay uvas chicas que darte, sino éstas.» El niño volvió a decir: «Pues madre, déme désas, que ya las como gordas.»

Ya yo las comía gordas. Todo me sabía bien y nada me hacía mal, sino sólo aquello que no comía. Que las vueltas de los tiempos obligan a todo y a valernos de cosas que a nosotros y a él son muy contrarias. Hube de hacer lo que no pensé, para poder siempre decir que ni el amor proprio me hizo dudar ni el temor temer, sin acometer a todos los medios de que me pudiese aprovechar. Y sin duda, si en una cosa perseverara, tengo para mí que me valiera della y por aquel camino; mas era colérico, gastaba el tiempo en principios y así nunca les vía los fines.

Determinábame a ser bueno; cansábame a dos pasos. Era piedra movediza, que nunca la cubre moho, y, por no sosegarme yo a mí, lo vino a hacer el tiempo. Vime desamparado de todo humano remedio ni esperanza de poderlo haber por otra parte o camino que de aquella sola casa. Púseme a considerar: «¿Qué tengo ya de hacer para comer?» Morder en un ladrillo hacíaseme duro; poner un madero en el asador, quemaríase. Vi que la casa en pie no me podía dar género de remedio. No hallé otro mejor que acogerme a sagrado y díjeme: «Yo tengo letras humanas. Quiero valerme dellas, oyendo en Alcalá de Henares, pues la tengo a la puerta, unas pocas de artes y teología. Con esto me graduaré. Que podría ser tener talento para un púlpito, y, siendo de misa y buen predicador, tendré cierta la comida y, a todo faltar, meteréme fraile, donde la hallaré cierta. Con esto no sólo repararé mi vida, empero la libraré de cualquier peligro en que alguna vez me podría ver por casos pasados. El término de pagar lo que debo viene caminando y la hacienda va huyendo. Si con esto no lo reparo, podríame ver después apretado y en peligro. Bien veo que no me nace del corazón, ya conozco mi mala inclinación; mas quien otro medio no tiene y otra cosa no puede, acometer debe a lo que hallare. No tengo más que barloventear; esto es, echar la llave a todo, antes que preso me la echen. Valdréme para los estudios del precio desta casa, que bien dispensado, aunque quiera gastar cada un año cien ducados y ciento y cincuenta, que será lo sumo cuando me quiera tratar como un duque, tengo dineros para todo el tiempo y me sobrarán para libros y con qué graduarme. Tomaré para esto una buena camarada, estudiante de mi profesión, porque juntos continuemos los estudios, pasemos las liciones, confiramos las dudas y nos ayudemos el uno a el otro.»

Consideraba este discurso y en él tomé resolución. Mala resolución, mal discurso, que quisiese saber letras para comer dellas y no para frutificar en las almas. ¡Que me pasase por la imaginación ser oficial de misa y no sacerdote de misa! ¡Que tratase de hacerme religioso, teniendo espíritu encandaloso! ¡Desdichado de mí! Desdichado de aquél, si alguno por su desventura no propuso en su imaginación lo primero de todo el servicio y gloria del Señor, si trató de su interés, de sus acrecentamientos, de su comida, por los medios deste tan admirable sacrificio, si procuró ser sacerdote o religioso más de por sólo serlo y para dignamente usarlo, si cudició las letras para otro fin que ser luz y darla con ellas. ¡Traidor de mí, otro Judas, que trataba de la venta de mi maestro!

Y advierto con esto que no hace otra cosa todo aquel que tratare de ordenarse de misa o meterse fraile, sólo puesta la mira en tener qué comer o qué vestir y gastar. Y traidor padre, cualquiera que sea, si obligare a su hijo, contra su inclinación, que sin voluntad lo haga, porque su agüelo, su tío, su pariente o deudo dejó una capellanía, en que lo llama por cercano. ¿Qué piensa que hace cuando lo mete fraile por no tener hacienda que dejarle o por otras causas mundanas y vanas? Que por maravilla de ciento acierta el uno y se van después por el mundo perdidos, apóstatas, deshonrando su religión, afrentando su hábito, poniendo en peligro su vida y metiendo en el infierno el alma. Dios es el que ha de llamar y el que ungió a David, Él es quien elige sacerdotes. El religioso por Él ha de serlo, tomándolo por fin principal y todo lo más por acesorio. Que claro está y justo es que quien sirve a el altar coma dél y sería inhumanidad, habiendo arado el buey, después del trabajo atarlo a la estaca sin darle su pasto. Abra cada cual el ojo, mírelo bien primero que como yo se determine. Considere a lo que se pone y qué peligro corre. Pregúntese a sí mismo qué le mueve a tomar aquel estado. Porque caminando a escuras dará de ojos en las tinieblas. Lucidísimo, puro y más limpio que el sol ha de ser el blanco del buen sacerdote y religioso. No piensen los padres que por dar de comer a sus hijos los han de hacer de la Iglesia, no por ser cojos, flacos, enfermos, inútiles, faltos o mal tallados han de dar con ellos en el altar o en la religión. Que Dios de lo mejor quiere para su sacrificio y lo mejor que tiene nos da por ello. Que si mala eleción hicierdes, os quedaréis en blanco. Reservastes lo mejor para vos: pues aquese os llevará Dios y quedaréis los ojos quebrados, falto de ambos, del malo que le distes y del bueno que os llevó.

No se han de trocar los frenos, porque no se descompongan los caballos. Denle su bocado a cada uno, que no haría buen casado un continente y sería malo un lacivo para religioso. Muchas moradas hay en la gloria y para cada una su senda derecha. Tome cada cual el camino que le guía para su salvación y no se vaya por el del otro, que se perderá en él, y pensando acertar, nunca verá lo que desea ni lo que pretende. Disparate gracioso sería, si para ir yo de Madrid a Barajas, me fuese por la puente segoviana, pasando a Guadarrama; o, queriendo ir a Valladolid, me fuese por Sigüenza. ¿No veis el descamino? ¿Conocéis la locura? El virgen sea virgen; el casado, casado. Absténganse los continentes, el religioso sea religioso. Váyase cada uno por su camino adelante y no lo tuerza por el ajeno.

Tomé resolución en hacerme de la Iglesia, no más de porque con ello quedaba remediado, la comida segura y libre de mis acreedores, que llegados los diez años habían de apretar comigo. Con esto les daba un gentil tapaboca, cerrábales el emboque y dejábalos muy feos. Vendí mi casa, casi por lo mismo que me había costado. Porque, aunque de las labores por maravilla suele sacarse lo que se gasta, la mía vino a llegar a poco menos de todo el costo, porque le dio de más valor haberse mejorado con otros edificios aquel barrio y así la mejoró el tiempo.

Cuando tuvo el escribano la escrituras hechas a punto para otorgarse por las partes, dijo que primero y ante todas cosas habíamos de ir a casa del señor del censo perpetuo a tomar por escrito su licencia, requiriéndole si las quería por el tanto, y a pagarle los corridos con la veintena. Cuando allá llegamos y se hizo la cuenta, hallamos que los corridos no llegaban a seis reales y pasaba de mil y quinientos la veintena. Parecióme cosa cruel, fuera de toda policía, que se le hubiese de dar una cantidad semejante, que montaba mucho más de lo que costó de principal el suelo. No los quería pagar; mas, porque la venta no se deshiciese y la ocasión de mi remedio se pasase, paguélos con protestación que hice de pedírselos por justicia, por no debérselos. El dueño se rió de mí, como si le hubiera dicho alguna famosa necedad, y bien pudo ser, mas a mí por entonces no me lo pareció. Preguntéle que de qué se reía, y dijo que de mi pretensión, y que me los volvería luego todos porque cada día le diese medio real, hasta que saliese con la sentencia del pleito. Casi lo quise acetar, pareciéndome que no sería parte la mala costumbre para que, averiguado el dolo, no se deshiciese. Y no sólo esto que digo; mas aún que todo el reino lo pediría en cortes, y por su proprio interés, como bien universal de la república, saliera por mí a la causa en cuanto se proveyese de remedio en ello. No iba tan fuera de propósito ni con tan flacos fundamentos. Que con lo que sabía entonces creí sustentar en pie mi opinión, pareciéndome sciencia cierta. Pudiera ser que la defendiera un poco y quizá un mucho y tan mucho, que diera con él y con todos los deste género en el suelo. Como se hizo un tiempo con algunos censos al quitar que corrían entonces, por haberse hallado cierta especie de usura en ellos. La causa que tuve para defenderme fue ver que nacía de un discurso de natural razón, considerando que sólo della tuvieron principio las ley[e]s todas y que por ser este negocio no tan corriente por el mundo, no se reparaba en él; pero que, si con alguna curiosidad se quisiese advertir, hallarían algo de acedo, por donde, cuando no se quitase todo, se remediaría mucha parte. Porque, supuesto que no vale más una cosa de aquello que dan por ella y aquesto que se da, que debe ser terminado, finito y cierto, si a mí me vendieron aquel suelo en precio de mil reales, con dos de censo perpetuo, y no hubo persona que más por él diese ni más valía, yo gasté largos tres mil ducados de mi dinero.

Si es verdad y regla del derecho que ninguno puede hacerse rico de ajena sustancia, ¿por qué aquél con la mía lo ha de ser? Que aquesto que le da este más valor a el suelo sea hacienda mía, ya co[n]sta. Porque, si aquella misma fábrica se desbaratase luego, volvería el fundo a quedar en el mismo punto que antes, al tiempo y cuando lo compré. Y más parecería llevar esta veintena por pena de delito, por haber labrado, que deuda justa, pues nace de caso injusto. De tal manera es verdad lo dicho, que, si este mismo día que vendí esta casa, tuviera puesta en ella una coluna o estatua de piedra de mucho valor, y, comprándomela con la misma casa, me dieran por todo junto diez mil ducados y de todos ellos me habían de llevar la veintena, si yo por escusarla pude quitar y quité la estatua y vendí la casa en solos mil, pude hacerlo muy bien y no se me pudo pedir otra cosa demás del precio de la casa.

Vamos, pues, adelante con esto. Si después quitase la reja, la viga y la ventana, si desbaratase las paredes y de casa de diez mil ducados la hiciese de ciento, también podría y pude vender sin cargo de la veintena todo aquello que quité y separé de la casa. ¿Pues cómo se compadece que las partes no deban cada una de por sí a solas, y juntas formen débito? Si el dueño dijese: «Hasme de pagar veintena del precio en que primero compraste aqueste fundo, que fue aquellos mil reales», y con aquella carga determinada y cierta fuese corriendo siempre, tendría razón, fundado en el dominio directo y que aquello se vendió con aquella condición de precio determinado, lo cual yo aceté de mi voluntad. Empero, ¿cómo me pudo él obligar ni yo consentir en pagar lo que no se pudo saber qué ni cuánto había de ser y que pudiera subir a tanto exceso, que sólo con aquella veintena se pudiera comprar un pueblo?

Y como fueron los que gasté tres mil ducados, pudiera ser trecientos, treinta o treinta mil, y aquella casa pudo venderse treinta veces en un año, que fuera un excesivo y exorbitante derecho. Y aquesto ni lo es de civi[l] ni canónico, ni tiene otro fundamento que nacer del que llamamos de las gentes, y no común, sino privado, porque lo pone quien quiere y no corre generalmente, sino en algunas partes, y en término de cuatro leguas lo pagan en unos pueblos y en otros no. En especial en Sevilla ni en la mayor parte de Andalucía no lo conocen, jamás oyeron tal cosa.

El censo perpetuo que se funda, éste para siempre se paga, sin otras adehalas ni sacaliñas, aunque la posesión se venda cien mil veces. Para que fuese lícito llevar la veintena, debiera ser ley común, aprobada y consentida en el reino; mas no lo es ni lo fue, sino sólo aprobada de los ignorantes; y el yerro de los tales no puede hacerla. Si el censo al quitar ha de tener tantas calidades para poderse llevar y se sabe ya lo que dél se tiene de pagar a tanto por ciento, ¿qué causa puede haber para que no se trate de los perpetuos? ¿Qué gabela es ésta? ¿Qué razón hay para pagarla? ¿De qué parte se debe, si del precio en que compré o del en que vendo, pagando derechos de mi proprio dinero, de mis expensas, mejoramientos y de mi propria industria, cuanto que mirado el caso así desnudo, si por allá no se le halla corriente, parece injusto quitarme la hacienda que con buena fe y título gasté o la de mi mujer y mis hijos, de que las más veces y de ordinario se pierde la mitad en los edificios? ¿Pues cómo se puede permitir que no sólo venga mi caudal a menos por el beneficio de aquel suelo, mas que también haya de pagar y perder lo que me llevan de veintena? Y cuando se haya de pagar, como se paga enteramente, véase, trátese dello y determínese, que siendo difinido quedaremos con satisfación que se consultó, que lo miraron buenos entendimientos, que fue justo, y de otra manera el pueblo vive con escándalo. Porque hablando todos deste agravio, unos lo tienen por injusticia y no falta quien dice más adelante, dándole peores nombres.

Guzmán de Alfarache y la vida de los estudiantes de Alcalá de Henares

Esto me pasó entonces con su dueño. Él y yo sabíamos poco. Quísome replicar, diciendo que aquello había sido condición del contrato y que hace fuerza, porque a tanto quiera obligarse uno de su voluntad, como quedará obligado. Esto no me satisfizo, porque le respondí con la verdad, que también sería condición de un contrato, si yo prestase cien ducados, los cuales me habían de pagar dentro de tanto tiempo y, no lo haciendo, me habían de dar ocho reales cada día hasta que me pagasen el principal, y esto no es lícito. De manera que para justificarse una cosa, no sólo basta ser contratada y consentida; mas que sea permitida y lícita.

Volvióme a decir:

-Por eso va en ventura que la casa se venda o no se venda. Que, si no se vendiere, no se debe.

-¡Oh qué buena razón! -le dije-. ¿Luego, porque la casa se venda, viene a ser la veintena del contrato la pena? Y si lo es, ¿por qué me atas las manos y prohíbes que no las pueda vender a tales y tales personas? Tú mismo con lo que dices dañas el contrato. Abres puerta para que siempre te paguen, vendes la cosa por lo que vale y quieres tener indios que te den el sudor de su rostro y trabajen para ti, no por otra cosa que haber mejorado tu fundo y, asegurándote más el censo, hacen de mejor condición tu hacienda con menoscabo y pérdida de la suya, y quieres por ello llevarles de veinte uno. Aun, si lo hicieran con mala fe, pudieras pretender tu derecho; empero de aquella posesión, de que ya quedaste ajeno y me constituiste dueño en tu lugar; de lo que yo pude, conforme a mi eleción, quitar y poner, ¡que aun haya de pagarte pinsión de mi gusto! De las estatuas, de las pirámidas, de las fuentes, de cuyos condutos y aguas yo siempre soy señor y lo puedo volver a enajenar todo, sin que tengas en ello parte, quieres que se te adjudique, porque dices que sigue a el todo. De todo punto no lo entiendo ni creo poderse llevar en justicia, en cuanto por los que saben y pueden determinarlo no saliere determinado.

Paguéle, aunque no quise, dejando hecho aquel protesto. Comencé a seguir mi pleito. Llegábase ya el tiempo de mi curso. Dejélo por acudir a lo que más me importaba y, dando cuidado a un amigo solicitador y a mi suegro, dejé con otros cuidados éste. Recogí mi dinero, púselo en un cambio donde me rendía una moderada ganancia. Iba gastando de todo ello lo que había menester. Hice manteo y sotana. Junté mi ajuar para una celda y fueme de allí a Alcalá de Henares, que muchas veces lo había deseado.

Cuando allá me vi, quedé perplejo en lo que había de hacer, no sabiéndome determinar por entonces a cuál me sería mejor y más provechoso, ser camarista o entrar en pupilaje. Ya yo sabía qué cosa era tener casa y gobernarla, de ser señor en ella, de conservar mi gusto, de gozar mi libertad. Hacíaseme trabajoso, si me quisiese sujetar a la limitada y sutil ración de un señor maestro de pupilos, que había de mandar en casa, sentarse a cabecera de mesa, repartir la vianda para hacer porciones en los platos con aquellos dedazos y uñas corvas de largas como de un avestruz, sacando la carne a hebras, estendiendo la mienestra de hojas de lechugas, rebanando el pan por evitar desperdicios, dándonoslo duro, por que comiésemos menos, haciendo la olla con tanto gordo de tocino, que sólo tenía el nombre, y así daban un brodio más claro que la luz, o tanto, que fácilmente se pudiera conocer un pequeño piojo en el suelo de la escudilla, que tal cual se había de migar o empedrar, sacándolo a pisón. Y desta manera se habían de continuar cincuenta y cuatro ollas al mes, porque teníamos el sábado mondongo. Si es tiempo de fruta, cuatro cerezas o guindas, dos o tres ciruelas o albarcoques, media libra o una de higos, conforme a los que había de mesa; empero tan limitado, que no habla hombre tan diestro que pudiese hacer segundo envite. Las uvas partidas a gajos, como las merienditas de los niños, y todas en un plato pequeño, donde quien mejor libraba, sacaba seis. Y esto que digo, no entendáis que lo dan todo cada día, sino de solo un género, que, cuando daban higos, no daban uvas, y, cuando guindas, no albarcoques. Decía el pupilero que daba la fruta tercianas y que por nuestra salud lo hacía. En tiempo de invierno sacaban en un plato algunas pocas de pasas, como si las quisieran sacar a enjugar, estendidas por todo él. Daba para postre una tajadita de queso, que más parecía viruta o cepilladura de carpintero, según salía delgada, porque no entorpeciese los ingenios. Tan llena de ojos y trasparente, que juzgara quien la viera ser pedazo de tela de entresijo flaco. Medio pepino, una sutil tajadica de melón pequeño y no mayor que la cabeza. Pues ya, si es día de pescado, aquel potaje de lantejas, como las de Isopo, y, si de garbanzos, yo aseguro no haber buzo tan diestro, que sacase uno de cuatro zabullidas. Y un caldo proprio para teñir tocas. De castañas lo solían dar un día de antipodio en la cuaresma. No con mucha miel, porque las castañas de suyo son dulces y daban pocas dellas, que son madera. Pues qué diré del pescado, aquel pulpo y bello puerro, aquella belleza de sardinas arencadas, que nos dejaban arrancadas las entrañas, una para cada uno y con cabeza, si era día de ayuno, porque los otros días cabíamos a media. ¡Pues el otro pescado, que el abad dejó y nos lo daban a nosotros! Aquel par de güevos estrellados, como los de la venta o poco menos, porque se compraban en junto, para gozar del barato, y conservábanlos entre ceniza o sal, porque no se dañasen y así se guardaban seis y siete meses. Aquel echar la bendición a la mesa y, antes de haber acabado con ella, ser necesario dar gracias. De tal manera que, habiendo comenzado a comer en cierto pupilaje, uno de los estudiantes, que sentía mucho calor y había venido tarde, comenzóse a desbrochar el vestido y, cuando quiso comenzar a comer, oyó que ya daban gracias y, dando en la mesa una palmada, dijo: «Silencio, señores, que yo no sé de qué tengo de dar gracias, o denlas ellos.» La ensalada de la noche muy menuda y bien mezclada con harta verdura, porque no se perdía hoja de rábano ni de cebolla que no se aprovechase; poco aceite y el vinagre aguado; lechugas partidas o zanahorias picadas con su buen orégano. Solían entremeter algunas veces y siempre por el verano un guisadito de carnero; compraban de los huesos que sobraban a los pasteleros: costaban poco y abultaban mucho. Ya que no teníamos qué roer, no faltaba en qué chupar. Al sabor del caldo nos comíamos el pan. Unas aceitunicas acebuchales, porque se comiesen pocas. Un vino de la Pasión, de dos orejas, que nos dejaba el gusto peor que de cerveza.

¿Qué diré del cuidado que la mujer o ama del pupilero tenían en venirnos a notificar los ayunos de la semana, para que no pidiésemos los almuerzos? Aquel comutar de cenas en comidas, que ni valían juntas para razonables colaciones -que cuando nos las daban venían más ajustadas que azafrán, con el peso de cuatro onzas por todo. Como si el casuista que lo tasó, acaso supiera mi necesidad. O como, si en razón de nuestros estudios y de las malas comidas, no le pudiéramos argüir que debían reservarnos con los más, pues entramos en el número de trabajadores. O como si la vianda que nos dan fuese congrua para nuestro sustento, pues todo era tan limitado, tan poco y mal guisado, como para estudiantes y en pupilaje. Que son de peor condición que niños de la dotrina, que traen los estómagos pegados a el espinazo, con más deseo de comer que el entendimiento de saber.

Solía decirnos algunas veces nuestro pupilero que decía Marco Aurelio que los idiotas tenían dieta de libros y andaban hartos de comidas; que sólo el sabio como sabio aborrece los manjares, por mejor poderse retirar a los estudios; que a los puercos y en los caballos estaba bien la gordura y a los hombres importaba ser enjutos, porque los gordos tienen por la mayor parte grueso el entendimiento, son torpes en andar, inválidos para pelear, inútiles para todo ejercicio, lo cual en los flacos era por el contrario. Yo me holgaba confesarle aquesto, con que no me negara otra mayor verdad: que poco y mal comer acaban presto la vida, y, si no tengo de lograr mis estudios, en vano se toma el trabajo dellos. Ved por mi vida cuál halcón salió a caza que primero no lo cebasen, qué podenco, qué galgo, qué lebrel salió a el monte que lo llevasen hambriento. Tengan y tengamos, que bueno es en todo el medio. Aquí les confesaremos que no se ha de comer hasta hartar, si nos conceden que no habemos de ayunar hasta dejarnos caer. Que había estudiante de nosotros, que se le conocían ahilársele los excrementos en el estómago.

Con todo esto lo elegí por de menor inconveniente, pareciéndome que, siendo como era ya hombre, si tomase camarada, lo había de hacer con otro igual mío, y que, como somos diferentes en rostros, tenemos diferentes las condiciones y pudiera encontrar con quien, pensando aprovechar en las letras, me acabase de dañar con vicios, cursándolos más que las escuelas. Del mal el menos. Híceme pupilo, teniendo por mejor tropellar con el qué dirán de ver a un jayán como yo, con tantas barbas como la mujer de Peñaranda metido entre muchachos. Consolábame que también había entre nosotros algunos casi como yo y estábamos mezclados como garbanzos y chochos. Con esto estaba libre de todo género de cuidado. No me lo daba la comida ni el buscarla o proveerla, quedaba libre para sólo mi negocio y todo en todo. Escusábame de amas, que son peores que llamas, pues lo abrasan todo.

¿Amas dije? ¿No sería bueno darles una razonable barajadura o siquiera un repelón? A las de los estudiantes digo, que son una muy honrada gentecilla. ¡Qué liberales y diestras están en hurtar y qué flojas y perezosas para el trabajo! ¡Cómo limpian las arcas y qué sucias tienen las casas! Ama solíamos tener, que sisaba siempre de todo lo que se le daba un tercio, porque del carbón, de las especias, de los garbanzos y de las más cosas, cuando ya no podía hurtar el dinero, guardábalas en especie, y, en teniéndolo junto, nos lo vendían. Pedían para ello y gastaban de lo que habían llegado. Si habían de lavar, hurtaban el jabón y a puros golpes en las piedras, con abundancia del agua del río, hacían blanquear la ropa en detrimento suyo, porque le quitaban dos tercios de la vida. No sólo nos hacían el daño del sisar; empero destruían la ropa. Sabido para qué lo hacían o en qué lo gastaban: era con el capigorrista de sus ojos, a quien traían en los aires. Para ellos hurtaban el pan, cercenaban las ollas, apartando del puchero lo mejor y más florido. Si acaso estaba en casa, le daban el hervor de la olla, sopitas avahadas, carne sin hueso, ropa enjabonada y sobre todo bien remendados de nuestra sustancia. Ellas en fin son perjudiciales, indómitas y sisantes. Peores mucho que un mochilerillo de un soldado, que sisaba, de un pastel y de ocho maravedís, doce: porque del pastel alzaba la tapa y sorbíale todo el caldo, y, enviándolo por vino, se quedaba con los ocho maravedís que le daban para él y, vendiendo el jarro por un cuarto, venía luego llorando y diciendo que se le había quebrado y derramado el vino.

Jamás trujeron a casa carnero que poco a poco no faltase de un cuarto el quinto y con ello el riñón, diciendo que a devoción del bienaventurado San Zoilo, y así nunca se comían. Pero no era tan devoto su estudiante, que a todo hacía y para él no había de haber cosa en que no se le adjudicase su parte y muchas veces todo, diciendo: «Aquí lo puse, allí estaba, el gato lo comió, allí lo dejé.» No le faltaban achaques para sisar y hurtar cuanto querían.

¡Pues queredles apretar, limitar o ir a la mano en algo! ¡Hablad una sola palabra que no les venga muy a cuento! No hay vecino en el barrio, no hay tienda, taberna ni horno, donde no cuente[n] luego vuestra vida y milagros: que sois un malaventurado, apocado, hambriento, mezquino, de mala condición, gruñidor, que les tentáis los huevos a las gallinas, que veis espumar las ollas, que atáis el tocino para echarlo dentro y con sólo un cuarto dél hacéis toda la semana, porque se vuelve a sacar y se guarda. ¿Váseos de casa y queréis traer otra? No la hallaréis que por la puerta os entre; y habéis de serviros a vos mismo, porque luego le dicen y ella se informa, primero que os entre a servir, lo que la otra dijo de vos y por lo que se fue. Quien se quisiese servir, por todo ha de pasar con ellas, a nada se les ha de replicar, su voluntad han de hacer y aun mal contentas.

Acontecióme antes de casado recebir en mi casa una mujer y ser tan puerca, floja, de mal servicio y algo alegre de corazón, que la despedí a el tercero día. Luego recebí otra, que venía convaleciente y, recayendo en la enfermedad, sólo me sirvió dos días, que se volvió al hospital. Trujéronme otra luego, tan grande ladrona que, mandándole asar un conejo, lo hizo pedazos para guisarlo en cazuela y sólo sacó a la mesa la cabeza, piernas y brazos, porque lo más hizo dello lo que quiso y, viendo semejante bellaquería, sólo aquel día estuvo en casa. Despedíla para por la mañana. Cuando los vecinos vieron que había tenido en seis días tres mujeres y que cada una, cuando salía, iba rezando y murmurando de mí, levantóse una mala voz, pusiéronme cien faltas, y tanto, que más de veinte días me fui a comer al bodegón, que ninguna mujer quería venir a mi casa, por las nuevas que de mí le daban, hasta que un amigo me trujo una peor que todas, porque se amancebaba con cuantos la querían y a todos los traía en retortero. Quísela luego echar; pero no me atreví, por amor de mis vecinos. Y digo verdad, que tuve a esta causa por menos inconviniente despedir la casa y mudarme a otro barrio, sufriendo hasta entonces a esta mujer, que despedirla; y así lo hice. Si estáis en casa, quieren salir fuera; si vais fuera, quieren quedar en casa; si huelgan, piden para lino; si se lo dais, os infaman de casero: y nada desto hacen sin su misterio. Licencia os doy que lo sospechéis, como no penséis que son malas de sus personas. Pues hasta hoy se ha visto ama, como no sea de los estudiantes, que haga semejante vileza. No se amancebarán con el mozo de plaza ni con el lacayo, ni hurtarán, aunque lo hallen rodando por el suelo. No estimaba ni sentía tanto ver que me robaban la hacienda o estar amancebadas, aunque no lo debiera consentir en mi casa, cuanto que me quisiesen quitar el entendimiento, privándome dél. Que con mentiras y lágrimas quisiesen acreditar sus embelecos, de manera que, sabiendo yo la verdad muy clara, viendo a los ojos presente su maldad, su bellaquería y mal trato, me obligasen a tenerlo por bueno y santo: esto me sacaba de juicio. Mucho se padece con ellas en todo tiempo y de cualquiera edad: si son malas viejas y si peores mozas. Y si esto es una sola, ¿qué se padecerá donde son menester dos? Dichoso aquél que las puede escusar y servirse de menos, porque no hay cuando peor uno se sirva, que cuando tiene más que lo sirvan. Con todo esto protesto que no lo digo por la señora Hernández que me oye; que yo sé y la conozco por muy mujer de bien y que lo perdonará todo porque le den un traguito de vino.

Asistí en mi pupilaje; sufrílo, por no sufrirlas. Reparaba las faltas, teniendo en mi aposento algunas cosas prevenidas de regalo, con que se iba pasando menos mal, entremetiéndolas cuando era necesario. Eso teníamos bueno, que nos consentían los pupileros asar una lonja muy gentil de tocino, por sólo que los convidásemos a ella, y lo tomaran de partido cuatro días en la semana.

Desta manera, después de haber oído las artes y metafísica, me dieron el segundo en licencias con agravio notorio, a voz de toda la universidad, que dijeron haberme quitado [el] primero, por anteponer a un hijo de un grave supuesto della.

Entré a oír mi teología. Comencéla con mucho gusto, porque lo hallaba ya en las letras, con el cebo de aquel dulcísimo entretenimiento de las escuelas, por ser una vida hermana en armas de la que siempre tuve. ¿Dónde se goza de mayor libertad? ¿Quién vive vida tan sosegada? ¿Cuáles entretenimientos -de todo género dellos- faltaron a los estudiantes y de todo mucho? Si son recogidos, hallan sus iguales; y si perdidos, no les faltan compañeros. Todos hallan sus gustos como los han menester. Los estudiosos tienen con quién conferir sus estudios, gozan de sus horas, escriben sus liciones, estudian sus actos y, si se quieren espaciar, son como las mujeres de la montaña: dondequiera que van llevan su rueca, que aun arando hilan. Dondequiera que se halla el estudiante, aunque haya salido de casa con sólo ánimo de recrearse por aquella tan espaciosa y fresca ribera, en ella va recapacitando, arguyendo, confiriendo consigo mismo, sin sentir soledad. Que verdaderamente los hombres bien ocupados nunca la tienen. Si se quiere desmandar una vez en el año, aflojando a el arco la cuerda, haciendo travesuras con alguna bulla de amigos, ¿qué fiesta o regocijo se iguala con un correr de un pastel, rodar un melón, volar una tabla de turrón? ¿Dónde o quién lo hace con aquella curiosidad? Si quiere dar una música, salir a rotular, a dar una matraca, gritar una cátedra o levantar en los aires una guerrilla, por solo antojo, sin otra razón o fundamento, ¿quién, dónde o cómo se hace hoy en el mundo como en las escuelas de Alcalá? ¿Dónde tan floridos ingenios en artes, medicina y teología? ¿Dónde los ejercicios de aquellos colegios teólogo y trilingüe, de donde cada día salen tantos y tan buenos estudiantes? ¿Dónde se hallan un semejante concurrir en las artes los estudiantes, que, siendo amigos y hermanos, como si fuesen fronteros, están siempre los unos contra los otros en el ejercicio de las letras? ¿Dónde tantos y tan buenos amigos? ¿Dónde tan buen trato, tanta disciplina en la música, en las armas, en danzar, correr, saltar y tirar la barra, haciendo los ingenios hábiles y los cuerpos ágiles? ¿Dónde concurren juntas tantas cosas buenas con clemencia de cielo y provisión de suelo? Y sobre todo una tal iglesia catedral, que se puede justamente llamar Fénix en el mundo, por los ingenios della.

¡Oh madre Alcalá!, ¿qué diré de ti, que satisfaga, o cómo para no agraviarte callaré, que no puedo? Por maravilla conocí estudiante notoriamente distraído, de tal manera que por el vicio, ya sea de jugar o cualquiera otro, dejase su fin principal en lo que tenía obligación, porque lo teníamos por infamia. ¡Oh dulce vida la de los estudiantes! ¡Aquel hacer de obispillos, aquel dar trato a los novatos, meterlos en rueda, sacarlos nevados, darles garrote a las arcas, sacarles la patente o no dejarles libro seguro ni manteo sobre los hombros! ¡Aquel sobornar votos, aquel solicitarlos y adquirirlos, aquella certinidad en los de la patria, el empeñar de prendas en cuanto tarda el recuero, unas en pastelerías, otras en la tienda, los Escotos en el buñolero, los Aristóteles en la taberna, desencuadernado todo, la cota entre los colchones, la espada debajo de la cama, la rodela en la cocina, el broquel con el tapadero de la tinaja! ¿En qué confitería no teníamos prenda y taja, cuando el crédito faltaba?

Desta manera, con estos entretenimientos proseguí mi teología y, cuando cursaba en el último año, ya para quererme hacer bachiller, mis pecados me llevaron un domingo por la tarde a Santa María del Val. Romerías hay a veces, que valiera mucho más tener quebrada una pierna en casa. Esta estación fue causa y principio de toda mi perdición. De aquí se levantó la tormenta de mi vida, la destruición de mi hacienda y acabamiento de mi honra.

Salí con sola intención de visitar esta santa casa. Hícelo y a el entrar en la iglesia vi un corrillo de mujeres y entre ellas algunas de muy buena suerte. Llevóme la costumbre a la pila del agua bendita, zabullí la mano dentro, dime con una poca en la frente; pero siempre los ojos en el pie de hato. Sin mirar a el altar ni considerar en el sacramento, asenté la rodilla en el suelo, sacando adelante la otra pierna, como ballestero puesto en acecho. En lugar de persignarme, hice por cruces un ciento de garabatos y fuime derecho adonde vi la gente; mas antes que llegase, vi que se levantaron y, saliendo de allí, se fueron por entre los álamos adelante a la orilla del río y sobre un pradillo verde, haciendo alfombra de su fresca yerba, se sentaron en ella.

Seguíalas yo de lejos, hasta ver dónde paraban, y, viéndolas con un poco de reposo, que ya sacaban de las mangas algunas cosas que llevaron para merendar, me fui acercando a ellas. Eran una viuda mesonera con sus dos hijas, más lindas que Pólux y Cástor. Iban con otras amigas, no de poca buena gracia; mas la que así se llamaba, que era la hija mayor de la mesonera, de tal manera las aventajaba, que parecía traerlas arrastradas; eran estrellas, pero mi Gracia el sol.

Yo era conocidísimo. Había más de seis años que residía en Alcalá, siempre muy bien tratado, tenido por uno de los mejores estudiantes della y acreditado de rico. Las mozuelas eran triscadoras y graciosas. Ya querían comenzar a merendar, cuando burlando quise meterme de gorra; empero de veras me la echaron, pues por ellas me la puse.

Dejando esto en este punto, antes de continuarlo conviene advertiros que con los gastos de los estudios en libros, en grados y vestirme, íbamos casi ajustando la cuenta yo y mi hacienda: teníala, pero tan poca, que no pudiera con ella ordenarme. Y como antes de tomar el grado de bachiller en teología era necesario tener órdenes y esto era imposible, por faltarme capellanía, no tuve otro remedio que acudir a pedírselo a mi suegro, con quien siempre me comuniqué, porque nunca hasta entonces había faltado el amistad. Él me puso ánimo, dándome consejo y remedio juntos, que quien puede, poco hace cuando aconseja, si no remedia. Dijo que me haría donación de las posesiones de la dote de mi mujer, diciendo dármelas para que se fundase cierta capellanía que yo sirviese por su alma y que por otra parte le hiciese declaración de la verdad, obligándome a volvérselas cada y cuando que me las pidiese. Aun hasta para en esto son malas estas contraescrituras, pues dan lugar contra lo establecido por santos Concilios, corriendo tan descaradamente, sin temor de las gravísimas penas y censuras en que se incurre por semejante simonía. ¡Válgame Dios! y cómo a tan grave daño se debiera cortar el hilo; mas, por no hacerlo yo a el mío que llevo, agradecíselo mucho, beséle las manos, viendo cuán de buena voluntad se quería ir comigo mano a mano paseando hasta el infierno, por tenerme compañía. ¿Diré aquí algo? Ya oigo deciros que no, que me deje de reformaciones tan sin qué ni para qué. No puedo más; pero sí puedo.

«¿Guzmán, amigo, esto por ventura corre por tu cuenta ni nada dello?»

«No, por cierto.»

«¿Piensas que tú solo eres el primero que lo siente o que serás el último en decirlo? Di lo que te importa y hace a tu propósito, que dejaste las mozas merendando, el bocado en la boca y a los demás suspensos de las palabras de la tuya. Vuélvenos a contar tu cuento; quédese aquese así, para quien hiciere a el suyo.»

«Razón pides, no te la puedo negar y, pues con tanta facilidad te la concedo, concédeme perdón de aquesta culpa, que ya vuelvo.»

Yo estaba ya en el punto que has oído, los cursos casi pasados, la capellanía fundada para ordenarme y tomar el grado dentro de tres meses. Esto era en febrero. Las órdenes habían de ser por las primeras témporas y el grado a principio de mayo. Tenía esta rapaza decir y hacer, nombre y obras. Toda era gracia, y juntas las gracias todas eran pocas para con la suya. Toda ella era una caja de donaires. En cuanto hermosa, no sé cómo más encarecerte su belleza que callando. Cantaba suavísimamente a una vigüela, tañíala con mucha diestreza. Tenía gran discreción. Era viva de ingenio y ojos; risa formaba con ellos dondequiera que los volvía, según se mostraban alegres. Puse los míos en ellos, y parece que los rayos visuales de ambos, reconcentrados adentro, se volvieron contra las almas. Conocíle afición y creyóla de mí. Desposeyóme del alma y díjeselo a voces mirándola. Empero la boca siempre callada, que nunca se abrió a otra palabra por entonces, que a pedirle por merced si me la querían hacer en convidarme. Ofreciéronme todas cada una su parte de merienda y aun casi por fuerza me quisieron obligar a recebirlas.

Cuando les di las gracias de su buen comedimiento, hube -muy de mi grado y constreñido de ser mandado- de coger el manteo y, sentado encima, de alcanzar parte y no pequeña, porque me regalaban a porfía. Siéndoles agradecido, haciendo la razón a los brindis, me valió por bastante cena. Cuando hubieron acabado, sacó la criada la vihuela que debajo del manto llevaba, y dándomela Gracia con toda la suya, de su mano a la mía, me mandó que tañese, porque querían bailar. Hiciéronlo de manera, con tanta diestreza y arte y con tanta excelencia de bien mi prenda, que no me quedó alguna que allí no se rematase.

Cuando cansadas quisieron reposar un poco, volviendo a poner la vihuela en las manos de quien la recebí, supliquéle que un poco cantase, y sin algún melindre, templándola con su voz, lo hizo de manera que parecía suspender el tiempo, pues, no sintiéndose lo que tardó en ello, llegó la noche.

Hízose hora de volver a sus casas. Acompañélas todo el camino, trayendo a mi dama de la mano. Vime a los principios perdido, sin saber por dónde comenzar, hasta que, conocida della mi cortedad o temor, no sé si con cuidado trompezó del chapín; acudíle los brazos abiertos y recebíla en ellos, alcanzándole a tocar un poco de su rostro con el mío. Cuando ya estuvo en pie, lo tomé de allí, culpando a mis [ojos] de haberle hecho mal con ellos. Respondióme de modo que me obligó a replicarle y, como la llevaba de mano, apretésela un poco y riéndose dijo que, por más que apretase, no sacaría della jugo. De aquí tomé mayor atrevimiento en el hablar, de manera que, haciendo que nos quedábamos atrás por no poder más andar, íbamos tratando de nuestros amores, digo yo de los míos y ella riéndose dello, tomándo[lo] en pasatiempo.

Era taimada la madre, buscaba yernos y las hijas maridos. No les descontentaba el mozo. Diéronme cuerda larga, hasta dejarlas dentro de su casa. Donde, cuando llegamos, me hicieron entrar en su aposento, que tenían muy bien aderezado. Llegáronme una silla. Hiciéronme descansar un poco y, sacando una caja de conserva, me trujeron con ella un jarro de agua, que no fue poco necesaria para el fuego del veneno que me abrasaba el corazón. Mas no aprovechó. Ya era hora de despedirme. Hícelo, suplicándoles me diesen su licencia para recebir aquella merced algunas veces. Ellas dijeron que se la haría en servirme de aquella casa y conocerían en ello mis palabras, cuando correspondiesen a las obras.

Despedíme, dejélas; no las dejé, ni me fui, pues, quedándome allí, llevé comigo la prenda que adoraba. «¿Qué noche queréis que sea para mí ésta? ¿Qué largas horas, qué sueño tan corto, qué confusión de pensamientos, qué guerra toral, qué batalla de cuidados, qué tormenta se ha levantado en el puerto de mi mayor bonanza? -dije-. ¿Cómo en tan segura calma me sobrevino semejante borrasca, sin sentirla venir ni saberla remediar? Me veo perdido. Incierta es la esperanza del remedio.» Pues ya, cuando amaneció, que me fui a las escuelas, ni supe si en ellas entré ni palabra entendí de cuanto en la lición dijeron. Volvíme a la posada, sentéme a la mesa y quedábanseme los bocados en la boca helados, con tanto descuido de lo que hacía, que puse cuidado a mis compañeros y admiración en el pupilero, que creyó ser principio de alguna enfermedad gravísima y no estuvo engañado, pues de allí resultó mi muerte. Preguntóme qué tenía. No supe responderle más de que sin duda el corazón se recelaba de algún gravísimo daño venidero, porque desde el día pasado lo sentía caído en el cuerpo, que casi no me animaba. Díjome que no fuese Mendocina, ni diese a la imaginación tales disparates, que olvidase abusiones, que aquello no era otra cosa que abundancia de mal humor que presto se gastaría. Como ya yo sabía que no se medicinaba mi mal con yerbas, disimulélo y dije, por no dar a sentir mi desdicha:

-Señor, así será y así lo haré; mas mucho me fatiga.

Levantéme de la mesa; empero no de comer y, subiendo a mi aposento, fue tanto lo que me apretó aquella congoja, que, dejándome caer encima de la cama, la boca y ojos en el almohada, vertí por ellos mucha copia de lágrimas, enterrando los suspiros entre la lana. Sentíme con esto algo aliviado y con el deseo de ver el médico de mi salud, tomando el manteo y dejando la lición, me fui a su casa.

No puedo en solas dos palabras [dejar] por decir que no hay ejercicio alguno que no quiera ser continuado y que faltarle un punto de su ordinario es un punto que se suelta de una calza de aguja, que por allí se va toda. Con esta lición que perdí, perdí todos cuatro cursos y a mí con ellos. Pues de una en otra dejé de continuarlas, no dándoseme por ellas un comino.

Habíame ya matriculado amor en sus escuelas. Gracia era mi retor, su gracia era mi maestro y su voluntad mi curso. Ya no sabía más de lo que quería que supiese. Comencé riendo y acabé llorando. De burlas les pedí un bocado de la merienda; de veras lo hallé después atravesado a la garganta. Fue de veneno que me quitó el entendimiento y como sin él anduve más de tres meses, dando de mí una muy grande nota, que un tan famoso estudiante quisiese así perderse. Y movido el retor de lástima, cuando lo supo quiso ponerme remedio y fue dañarme más, que, viéndome de todas partes apretado y más de mi pasión propria, reventé, sin poderme resistir. Ya nuestros amores iban muy adelante, los favores eran grandes, las esperanzas no cortas, pues las dejaban a mi voluntad, queriendo recebirla por esposa. Troquemos plazas y tome la mía el más cuerdo del mundo: hállase sujeto en prisiones tan fuertes y con tan justas causas para rendirse, siéntase acosado, queriéndoselo impedir, y déme luego consejo. No supe otro medio. Dejélo todo por lo que pensé que fuera mi remedio.

La madre me ofreció su casa y su hacienda. Era mujer acreditada en el trato, tenía mucho y buen despacho, ganaba bien de comer, regalábame mucho, servíame a el pensamiento, trayéndome aseado, limpio y oloroso, mirado y respetado como señor de todo. Nunca creí que aquello pudiera faltar. Quise quitarme de malas lenguas, que ya me levantaban lo que, si fuera verdad, quizá no me perdiera. Señores míos, con perdón de Vuestras Mercedes, caséme.

No ha sido mala cuenta la que di de tantos estudios, de tantas letras, de verme ya en términos de ordenarme y graduarme, para poder otro día catedrar, por lo menos, porque pudiera, según la opinión que tuve. Y ya en la cumbre de mis trabajos, cuando había de recebir el premio descansando dellos, volví de nuevo como Sísifo a subir la piedra. Considero agora lo que muchas veces entonces hice. ¡Cómo sabe Dios trocar los disinios de los hombres! ¡Cómo ya hecho el altar, puesta la leña, Isac encima, el cuchillo desnudo, el brazo levantado descargando el golpe, impide la ejecución!

«Guzmán, ¿qué se hicieron tantas velas, tantos cuidados, tantas madrugadas, tanta continuación a las escuelas, tantos actos, tantos grados, tantas pretensiones?» Ya os dije, cuando en mi niñez, que todo avino a parar en la capacha, y agora los de mi consistencia en un mesón, y quiera Dios que aquí paren.

 

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