SUEÑOS DE UN DÍA DE…

A veces, el tiempo muerto puede producir mucho más que hastío o aburrimiento. Esos momentos de no hacer nada porque no hay que hacer nada, la obligación del descanso, el fin de semana que no trabajo y la perspectiva de largas y densas horas en el horizonte. Suelo recurrir a veces al ritual de coger un bolígrafo de los que me gustan y empezar a escribir. Me siento a una mesa junto a un cuaderno en blanco y comienzo a llenarlo de lo que sea mientras sueño con tener un estado de ánimo que me permita leer una poesía de San Juan de la Cruz, por ejemplo: “buscando mis amores iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras. No es pedantería, es el sueño del paraíso, sueños, sobre todo sueños, esquivos, enamorados del mundo, del no querer ser sólo brillante y eficaz, y sigo soñando con llegar a un puerto, calmado y turbulento, imitando, por qué no, el espíritu muy grande y muy limitado de una tal Ana Karenina que ha caído en mis recuerdos de pronto. Pienso en ella, en que el amor no deja espacio y que lo es o no lo es, para luego buscar un poco de paz y de tranquilidad escapándome por calles y lugares abiertos como laberintos en el mapa de un país imaginario. Después de mucho andar, acabo en un resultón café dejando que alguien me susurre, una vez tras otra, un cursilísimo bolero: “toda una vida me estaría contigo, no me importa en qué forma ni dónde ni cómo, pero junto a ti”. Hay gente, miro y pienso si merece la pena eso que dice el bolero y si no será una pesadez estar con alguien toda una vida. Me siento como un turista que busca la soledad o el amor en una tierra que no le corresponde. ¡Vaya frase!, será mentira, y me sonrojo, y me despierto entre humos, cafés y brebajes de colores, en un café clásico colocado, como sin pensar, en una plaza madrileña que siempre está al oriente de casi todo.

Enrique M. Pérez.

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