A lo largo de la historia los conflictos humanos han llenado de muerte nuestra tierra. En la actualidad, la interpretación por parte de unos hombres de ideas, creencias o sentimientos religiosos de una parte del mundo están provocando de nuevo miedo, terror, injusticia e intolerancia. Pero me gustaría creer que las épocas más fértiles, más apasionantes y más maduras de la historia humana son aquellas en las que, a pesar de la rigidez de las ideas, hemos sido capaces de tolerarnos y convivir con cierta eficacia y éxito social.
Es en este sentido en el que me gustaría soñar o pensar aquel periodo en el que cristianos y musulmanes peleaban por las tierras de Al-Andalus o, según el punto de vista de los contrarios, de la vieja Hispania. Y entre batalla y batalla, entre el terror y la locura, florecieron sociedades complejas y diversas de las que hemos heredado más de lo que creemos. No es nostalgia, no se puede sentir añoranza de una época en el fondo cruel, sólo es deseo de trasmitir el lado bueno de la sociedad que construyeron nuestros antepasados.
En la primavera del año 712, un guerrero beréber llamado Táriq ben Ziyad desembarca con 7000 soldados junto a un peñón que con el tiempo recibirá su nombre: Gebel Tariq (Gibraltar o Monte de Tariq). De esta manera daba comienzo la conquista árabe de la Península Ibérica y nacía una nueva nación: Al-Andalus.
Todos los conocimientos que los árabes habían recibido de pueblos de oriente, como los bizantinos, persas, hindúes o chinos, fueron trasmitidos a los habitantes del nuevo país, haciendo de Al-Andalus, durante gran parte de la Edad Media, el mayor centro cultural europeo. Hoy, aquella antigua tierra se nos esconde en la historia como uno de esos lugares donde el olvido suele dar paso a la leyenda. En este sentido, recuerdo un bello poema de Ibn Zaydun, poeta cordobés del siglo XI, que habla de la nostalgia del pasado, referida, en su caso, a un amor perdido:
“Te he recordado en Azahra con nostalgia,
cuando el horizonte era limpio
y resplandecía la faz de la tierra;
el céfiro tenía, en el crepúsculo, alguna languidez
como si se apiadara de mí y amainara de pena,
y el jardín entero parecía sonreír
al dar licencia a la plata de su agua…”
Posiblemente con Al-Andalus pase algo parecido y la podamos recordar como un lejano amor que siempre será tenido como el más bello. Es por ello que al recordar la vieja Alcalá de los musulmanes, la Qal´at wadi-l-Hiyara árabe, me ha venido a la memoria esta poesía, símbolo de algo perdido y sólo devuelto a la memoria, de vez en cuando, en forma de leyenda. Pero antes de hablar de leyendas, hagamos un repaso a la realidad.
[pro_ad_display_adzone id=»320″]
Creo que casi todos conocemos que nuestra ciudad fue musulmana. La Complutum romana, trasformada en una decadente urbe durante el período visigodo, fue conquistada por las primeras tropas llegadas del norte de Africa durante el siglo VIII. La posición estratégica de la ciudad hizo que las nuevas autoridades la tuvieran muy en cuenta como bastión defensivo en la valiosa vía de comunicación que unía Zaragoza con Mérida. Pronto, bajo el emirato de Abd al-Rahman II (entre finales del siglo IX y principios del X), se va a producir un hecho muy importante para la historia de la ciudad: el traslado de la población hacia el este, justo al lado del actual cerro del Ecce Homo.
Al principio se construyó un simple Hisn o pequeña fortaleza con una torre o “bury” que fue creciendo, a lo largo de los siglos X y XI, hasta convertirse en un amplio castillo o “qal´at”. La nueva ciudad que nació en torno a la fortaleza nunca fue demasiado grande y parece ser que ni siquiera tuvo murallas estables, porque lo realmente importante fue su papel como castillo defensivo.
Sus habitantes pertenecían a la jurisdicción de Medinat al-Faray (Guadalajara) y se dedicaban a actividades básicamente agrícolas. En caso de peligro por incursiones de tropas cristianas encontraban refugio tras las inexpugnables murallas del castillo. En los montes próximos a la fortaleza existieron dos arrabales o barrios que tendrían la típica forma urbana de las poblaciones musulmanas de la zona: calles estrechas y laberínticas, que convergerían en la mezquita, y casas con muros de piedra, cal y barro con sus interiores pintados de rojo.
Hacia el oeste, un poco alejado, se encontraba el cementerio. El castillo estaría habitado por la población castrense y, posiblemente, por las familias más poderosas, como prueban los restos de cerámica vidriada, material propio de las clases altas, encontrados en su interior. Además, el modo de vida de los habitantes de Al-andalus seguro que hizo posible la existencia de lugares de recreo y jardines en las riberas del Henares.
El año 1085, el rey Alfonso VI, en sus compañas militares contra Toledo y Madrid, toma la fortaleza de Alcalá, que va a ser recuperada al poco tiempo por las tropas islámicas. Durante muchos años se convirtió en una isla musulmana rodeada por territorios cristianos, hasta que en el año 1118 va a ser reconquistada definitivamente por el arzobispo de Toledo don Bernardo.
La vieja Alcalá ya reconquistada se va repoblando, entre los siglos XII y XIII, con colonos cristianos, conviviendo con los habitantes de origen musulmán y judío que quedaron en la ciudad. La población crece al otro lado del río y es el momento de la aparición de la Virgen del Val en el lugar donde se encuentra su actual ermita. Pero pronto el peligro musulmán va a ir siendo menor, por lo que los cristianos reviven la antigua tradición de Complutum y la de los Santos Niños, decidiendo trasladar el núcleo urbano en torno al lugar del martirio de Justo y Pastor.
Entre finales del siglo XII y principios del XIII, se levanta la actual torre albarrana del castillo como defensa ante las repetidas incursiones de tropas almorávides y almohades venidas del norte de Africa. A lo largo del siglo XIII, la fortaleza va perdiendo importancia y sus arrabales se van quedando prácticamente vacíos, contando solamente con una pequeña población mudéjar.
El arzobispo Pedro Tenorio va a reconstruir gran parte del castillo en el siglo XIV, recuperando la importancia militar que siempre tuvo. Sus sucesores en la mitra toledana siguieron cuidando el viejo baluarte musulmán y lo embellecieron con pinturas y alicatados de azulejos al gusto morisco. En época de los Reyes Católicos pasó a ser propiedad de la Corona, gobernándola un alcaide que siguió realizando mejoras en la fortaleza. Hasta el siglo XIX el conjunto se conservó bastante intacto, pero en 1838 se tuvo la ocurrencia de volar con pólvora alguno de sus torreones, para emplear los materiales en una casa destinada a vivienda del barquero que se dedicaba a cruzar con gentes y mercancías el río Henares.
A partir de entonces la decadencia fue total, llegando hasta nosotros sólo un tímido reflejo de la que se consideró la más espectacular fortaleza de cuantas había en las tierras del Henares.
De la ciudad musulmana y su castillo, que llegó a contar con ocho torres en su lado occidental y cuatro en el oriental, sólo nos queda parte de la torre albarrana, cegados túneles que servían para subir el agua desde el río, restos de cimentación, un bello arco califal, un aljibe subterráneo, los cimientos de otras torres y poco más. Aunque esto no es cierto del todo, porque también nos queda el nombre de nuestra ciudad, Alcalá (al-Qal´at, el castillo). Y puede que también rasgos de nuestra cultura, de nuestro carácter, de nuestra manera de entender la vida. Para comprobarlo, regresemos por un instante a aquellos lejanos días de la Alcalá musulmana.
Como todas las mañanas, el moecín eleva al aire, desde el almirar de la mezquita, su monocorde llamada a la plegaria, y así durante cinco veces al día. Hoy ha amanecido nublado, lo que no impide que pronto la ciudad se llene de esa abigarrada multitud que no deja de pulular por entre las estrechas y tortuosas callejuelas. El zoco está ya repleto de comerciantes de todo tipo, mezclados con gentes tan variopintas como ciegos, mendigos, faquires, equilibristas, encantadores de serpientes o astrólogos dispuestos a buscarnos entre las estrellas un deslumbrante porvenir.
Un grupo de muchachos se dirige hacia la mezquita para recibir su lección diaria de sabiduría en la escuela coránica. En el camino, unos cuantos se quedan rezagados para escuchar a un narrador de cuentos que está contando una vieja historia. Según él, sus padres le contaron que cerca de la fortaleza de Qal´at wadi-l-Hiyara, en un lugar conocido como cuesta de Zulema, el gran caudillo Táriq ben Ziyad encontró nada menos que uno de los tesoros más buscados desde la antigüedad: la mesa del rey Salomón.
Dicen que era hermosísima y que tenía los bordes y las patas llenos de incrustaciones de corales, perlas y piedras preciosas. Brillaba tanto que no podía ser contemplada cuando recibía directamente los rayos del sol. El primer gobernador de Al-Andalus, llamado Muza, la hizo llevar a Damasco como regalo al Califa Walid I, quedando tan deslumbrado que siempre pensó en Alcalá como un lugar de riquísimos tesoros. De pronto se oye la voz del maestro que llama a los muchachos para que se unan al grupo. Ellos hacen caso a regañadientes, pero se van contentos porque por fin se han enterado de dónde procede el nombre de cuesta de Zulema o de Salomón.
Detrás de un ventanuco cercano se escuchan las risas de un poeta. Está recitando a unos amigos una de sus últimas y divertidas composiciones:
Por la tarde a menudo,
con los amigos bebo,
y al cabo, sobre césped,
me tumbo como un muerto…
Tradiciones, leyendas, costumbres, una manera de entender el día a día, la vida. Quizá éste fue el mejor legado que nos dejó aquella al-Qal´at musulmana que todavía hoy vive, por qué no, al menos en la nostalgia.