Francisco Javier de Quinto, el conde de Quinto

Francisco Javier de Quinto, el conde de Quinto

En aquella convulsa sociedad donde se mezclaban regencias, pleitos dinásticos, ideas afrancesadas, empecinamientos tradicionalistas y los atisbos de una política que a lo largo del siglo XIX iba a estar sujeta a la alternancia entre liberales y conservadores, según los acuerdos, necesidades o caprichos del momento. En este contexto es donde debemos situar a un personaje complejo y contradictorio que se adaptó perfectamente a su época.

Francisco Javier de Quinto y Cortés fue un afrancesado, un aplicado político liberal y conservador, un hombre sin escrúpulos, un gran historiador, un gran corrupto, un avanzado, un apasionado amante del arte, un expoliador, un buen académico de San Fernando, de la Academia de la Historia y de la Academia de la Lengua y el culpable de la desaparición o destrucción de una parte del arte español.

Curioso el discurso con el que tomó posesión de la Silla M de la Real Academia de la Lengua el 13 de enero de 1850: «Discurso sobre el genio y carácter de la lengua española en el siglo XIX y sobre los medios de conciliar sus antiguas condiciones y pureza con las necesidades de los tiempos modernos«. Modernidad, avances para el país, renovación, pero…; y ese pero fue duro y traumático, porque detrás de la teoría ideológica estaba la herencia, el sentimiento aristocrático y poderoso de una clase social que se sentía intocable, poderosa y con el derecho histórico a hacer y deshacer sin dar más explicaciones que las debidas a la propia conciencia.

Javier de Quinto nació en Caspe (Zaragoza) en 1810. Y sí, fue conde de Quinto. Su padre afrancesado, expulsado por Fernando VII; él, muy Borbón, algo liberal y muy isabelino, además de licenciado y doctor en Leyes por la Universidad de Zaragoza.

Un hombre de carrera política envidiable: diputado y senador en varias legislaturas, vicepresidente del Congreso, Jefe de la Casa Real durante la Regencia de María Cristina y defensor a capa y espada de los derechos de su hija Isabel. Y hasta con toques, eso sí, interesados, feministas. Porque no me dirán que no suena bien el discurso que publicó bajo el título «Del derecho de suceder las hembras a la Corona de Aragón». Y todo para que Isabel fuera reina de España. Un hombre bien posicionado que acumuló diferentes cargos políticos: Director General de Correos (1843-1847), en 1852 fue nombrado alcalde de Madrid y en 1860 Ministro honorario del Consejo Supremo de Guerra y Marina…

Muy mal con el general Espartero, encontronazo que le llevó a Francia, y desesperado por adelantar la mayoría de edad de la hija de Fernando VII. Se unió en el Congreso al grupo de los liberales, encabezado, entre otros, por Martínez de la Rosa, y entre todos lo consiguieron. Y ya con Isabel II en el poder, Javier fue escorando su tendencia liberal hacia un conservadurismo ideológico que parecía más afín a sus ideas y carácter (muy cercano a un personaje que seguro que les suena: Bravo Murillo).

Colaboró en la modernización del país con obras como la llegada del ferrocarril a España, la explotación minera en León, la canalización del Ebro o la construcción del Canal de Isabel II. Eso sí, todas estas actividades no fueron desinteresadas y consiguió grandes beneficios económicos. En 1844, se le concedió la Gran Cruz de Isabel la Católica. La reina Isabel II le concedió el título de conde de Quinto.

Y entre la actividad política y el andar maquinando cómo seguir en la cresta de la ola del complejo mundo de la sociedad isabelina, el arte. Tuvo un reconocido gusto artístico, quiso aprender a pintar y le encantaba coleccionar obras de arte. El premio a su fama artística fue grande: director del Real Museo de Pintura de Madrid, el futuro Museo del Prado, entre 1843 y 1854. Y lo cierto es que fue como poner al lobo al cuidado de las ovejas. Pudo más su deseo de poseer, enriquecerse y atesorar los grandes tesoros que llegaban al nuevo museo que la obligación de proteger y conservar el arte español.

En 1838 se creó el Real Museo Nacional de Pintura y Escultura en el desamortizado convento de la Trinidad de la calle Atocha. Allí iría a parar gran parte del legado artístico de los conventos desamortizados, pero ocurrió lo peor, y una gran idea dio paso a uno de los episodios más graves de corrupción de la historia de España.  Bajo la dirección del conde de Quinto, los cuadros guardados en el museo cambiaban de nombre, se copiaban, se vendían y se sacaban del edificio sin control alguno. No hubo un inventario fiable y la cantidad de irregularidades fue tal que parece un milagro que se conservara parte de las más de cinco mil obras de arte trasladadas al museo.

Y mientras tanto, los coleccionistas extranjeros ansiosos por comprar arte español. Pues ya se imaginan lo que pasó. Se dice que hasta el conserje se quejaba impotente ante la total ausencia de control en cuanto a las obras que salían constantemente del museo.

En 1854 echaron de la dirección del museo a Javier de Quinto (había caído sustancialmente su peso en la política nacional) y le abrieron un proceso judicial. Se descubrió o se fue consciente entonces del gran desastre. Una comisión encargada del museo recuperó algunas obras de arte «guardadas» en casa del conde de Quinto y en las de algunos amigos y allegados, pero el expolio en gran parte fue irreparable. Es más, la viuda del conde de Quinto (Elisa Fernández de Rodas y Rolando) llegó a subastar en París (1864) una colección de 214 obras (el Greco, Velázquez…). Gran parte de estas obras forman parte en la actualidad del Museo Bowes.  Eso sí, gracias a Javier de Quinto, colecciones privadas y museos europeos lograron enriquecer su patrimonio con magníficas obras de arte español.

Y ya saben, uno de los «malos» en la historia de Alcalá de Henares. La venta de los edificios universitarios fundacionales (la manzana cisneriana) supuso un desastre para la ciudad. Joaquín Alcober, Joaquín Cortés y Javier de Quinto fueron los sucesivos compradores. Y pasó lo que era de esperar: ventas, expolio, destrucción (en 1850 se derribó el arco de la Universidad…), usos no adecuados y el rumor de que se quería vender la fachada de la Universidad. Pero se pudo parar aquello gracias a los alcalaínos, a su Sociedad de Condueños, que compraron por 90.000 reales al conde de Quinto el conjunto universitario con el objetivo de mantenerlo, guardarlo, protegerlo y soñar con la idea de que algún día volviera la Universidad.

Francisco Javier de Quinto y Cortés murió en Francia (Rueil-Malmaison) en 1860 con tan sólo 50 años. Fue enterrado en Caspe, su ciudad natal.

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