Es antigua la necesidad humana de percibir el mundo dividido en dos sentidos: lo bueno y lo malo. Esta tendencia hacia un muy justificable maniqueísmo, trabajado, pensado, justificado y adornado de mil formas y maneras, es lo más parecido que conozco a un círculo vicioso del que resultara imposible escapar y en el que han caído las mentes más privilegiadas a lo largo de la historia. Digamos que los siglos han visto genios dedicados a reformar lo “bueno” en momentos que parecían dominados por el miedo a lo “malo” o lo imperfecto. Uno de esos tiempos lo vivieron en la España que se conoce como del Siglo de Oro. En este sentido, lo que les voy a contar no hace sino insistir en una historia que en su momento se repitió, con actores y escenarios diferentes, innumerables veces.
Existió una mujer, María de Jesús, que, profundamente convencida de lo mal que iba el mundo, y bien pertrechada del más fervoroso misticismo, decidió crear un lugar donde ella y sus seguidoras pudieran dedicarse al oficio de orar a Dios, tratando de luchar contra su propia maldad y la de los demás. Tras un primer intento en Granada, su tierra natal, lo consiguió en Alcalá de Henares gracias a la ayuda del aya de Felipe II, Leonor de Mascareñas, y a la de Teresa de Jesús, ejemplo de misticismo y de lucha por el ideal del bien en el siglo XVI. Lo que sigue, cumple con todos los requisitos, vaivenes y costumbres de las fundaciones religiosas de la época: el convento de carmelitas descalzas se estableció en las casas que Leonor de Mascareñas poseía en Alcalá, asentándose en ellas María de Jesús y dos compañeras el 11 de septiembre de 1562. Los que gustan de caminar por el centro histórico de la ciudad sabrán que tales casas se encontraban hacia lo que hoy es la facultad de Ciencias Económicas.
Más tarde vendría el orar y el vivir volcadas en ideales difíciles y estoicos, que sólo pudieron nacer en un momento donde intuir y rezar se consagraron como las mejores formas de sobrevivir. Desde su escondido paraíso interior, María de Jesús consiguió atraer a otras mujeres que creían buscar lo mismo que ella. Y rezaban ante una imagen de la Concepción que les había regalado el aya de Felipe II, por lo que se les ocurrió dar a su convento el mismo nombre que a la Virgen. Con el tiempo, las casas se les fueron cayendo y acabaron vendiéndolas, hacia 1575, a un acaudalado servidor del rey llamado Bartolomé de Santoyo. Así consiguieron dinero para pagar a Luisa de Muñatones 2.800 ducados por la casa en la que vivía. El 7 de febrero de 1576 se trasladaron a su nueva residencia, situada en una calle muy céntrica, llamada entonces de Arenyllas.
Aquí comienza otra historia que se entremezcla con la de las monjas. Porque lo de jugar a la vida no sólo fue cosa de religión en el siglo XVI. También, y parece de perogrullo decirlo, hubo personas que cayeron abiertamente en la tentación de no luchar por la perfección. Lo digo porque las casas que se convirtieron en convento habían pertenecido antes a un tal Juan de Arenillas, acaudalado alcalaíno que contó entre sus poco espirituales virtudes con la de jugar a las cartas. El pobre hombre llevó a tal extremo su malhadada afición que acabó por apostar su residencia, ganándosela Eugenio Ramírez de Peralta, de quien heredó su esposa, la referida Luisa de Muñatones. Ya ven cómo se las gastaban entonces con eso de las apuestas. La que lo tuvo que pasar realmente mal fue la heredera del afortunado jugador, ya que se dice que las malas lenguas no dejaban de criticar tan poca ortodoxa manera de hacerse con la casa. Cuentan que la mujer se rindió a sus remordimientos y pagó el pecado de su marido vendiendo no muy cara su residencia a las monjas. Y les aseguro que les vendió un tesoro: un auténtico palacio renacentista donde se adivina la huella de Alonso de Covarrubias en su espléndida escalera, en los artesonados, en el patio y en la portada. Precisamente sobre el friso de esta última colocaron las monjas una imagen de la Virgen de la Concepción, recordando la que les regaló Leonor de Mascareñas y consiguiendo, de paso, dar nuevo nombre a una calle que desde entonces se conoció con el de la Imagen.
Entre tanto, el convento se fue llenando de monjas y consiguió tener su propia y valiosa historia: en él residió, en tres ocasiones (dos en la antigua casa y una en la actual), Teresa de Jesús, y llegó a formar parte del mundo cervantino al haber sido miembro de la comunidad Sor Luisa de Belén, hermana del escritor y mujer fuerte que se comprometió con casi todas las obligaciones de la vida de clausura: sacristana, clavaria, tornera, superiora y tres veces priora.
Pasaron los años y las monjas ampliaron a su manera el palacio. Transformaron el patio, conservaron la escalera, ampliaron la fachada, construyeron en el interior una iglesia barroca y colocaron el escudo del carmelo en la portada, sustituyendo al de Arenillas. Pero sobre todo, consiguieron sobrevivir a los cambios del tiempo y hoy siguen orando y esperando dar sentido a una vida que para ellas (y en el fondo para todos) no deja de ser una constante búsqueda del supuesto camino que nos llevaría a la perfección.
Para acabar, les dejo con unos versos de un compañero de Teresa de Jesús, que definió mejor que nadie todo esto de lo que les he hablado:
“Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada./
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada”.
Enrique M. Pérez.