Podría comenzar como un cuento: “Érase una vez un magnate americano del petróleo que se aburría. Un día, le hablaron de un lejano país llamado España donde quizá, con un poco de suerte, podría encontrar un gran yacimiento petrolífero con el que aumentar su inmensa fortuna. No se lo pensó dos veces y, deseoso de vivir nuevas aventuras, consiguió de las autoridades pertinentes un beneficioso contrato en exclusiva para la explotación de cualquier yacimiento que pudiera aparecer en territorio español. Geólogos e ingenieros de su empresa- la General American Oil- se dedicaron durante meses a explorar grandes territorios de la zona centro peninsular (todavía hoy es frecuente encontrar a gentes de provincias como la de Soria que recuerdan los jaleos que armaban aquellos americanos empeñados en buscar petróleo en sus tierras) sin encontrar nada de nada o al menos algo que fuera rentable”.
Pero como no es un cuento, les voy a presentar al auténtico protagonista de la historia: Algur Meadows. Vino a España en los años 50 con la intención que ya les he explicado y, ante el fracaso de su aventura, se dejó llevar por la irresistible atracción del arte. Decepcionado y aburrido, se entretenía en visitar el Museo del Prado y hasta tal punto llegó a intoxicarse de tanta belleza que se propuso algo que cambiaría su vida: poseer la mejor colección privada de arte español fuera de España. Además, tuvo la idea de donarla, al menos en parte, para crear un museo de arte español en Tejas. Y así lo hizo. Tras unos años de compras y negociaciones con marchantes, en 1962 entregó su colección a la Southern Methodist University de Dallas, que en 1965 la dio a conocer en un museo al que se le puso el nombre de Meadows. Pero tuvo mala suerte y, desconocedor de los entresijos del mundo de los negocios en la compra y venta de obras de arte, no percibió que estaba adquiriendo muchas piezas mediocres y, sobre todo, un montón de falsificaciones.
Como resultado de su inexperiencia, su vio envuelto en uno de los más sonados escándalos del momento, apareciendo en la revista americana Life como protagonista de un gran engaño. Orgulloso y obsesionado por su artística afición, lo primero que hizo fue cerrar el museo abierto en Dallas y después se propuso no equivocarse una segunda vez, por lo que contrató a tres de los mejores expertos en pintura española: Diego Angulo Íñiguez (director entonces del Prado), José López-Rey y William B. Jordan. De esta manera, por fin Algur Meadows consiguió que su sueño se hiciera realidad y vio como se inauguraba, de nuevo en Dallas, la que todavía sigue siendo hoy una de las más importantes colecciones pictóricas de maestros españoles.
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Puede que su éxito le hiciera sentirse como el gran benefactor y propagador de la cultura hispánica en los Estados Unidos, y puede, además, que este sentimiento fuera suficiente para que el gobierno español del momento creyera que esta peculiar forma de divulgar fuera de España nuestra cultura era la más apropiada para conservar el patrimonio artístico, ya que tuvo a bien premiar al señor Meadows con la Gran Cruz de la Orden Española al Mérito Civil por su esfuerzo en “mantener viva la llama de la madre patria” en tierras americanas.
Pero lo más doloroso para nosotros es que entre las obras de arte que forman parte de la colección conservada en Dallas está uno de los cuadros más bellos y valiosos de entre todos los que contó nuestra antigua Universidad de Alcalá: la Imposición de la Casulla a San Ildefonso. El gran lienzo (234 de ancho x 2,05 de alto) fue un encargo personal del cardenal Cisneros a uno de los mejores pintores del momento, Juan de Borgoña. El fundador de la Universidad quiso que su destino fuera la capilla del Colegio Mayor de San Ildefonso, donde se conservó hasta la desaparición de la Universidad.
A partir de la Real Orden firmada por Isabel II en 1836, el descontrol y la pérdida del patrimonio de la Complutense hizo que muy probablemente la pintura pasase a manos de Javier de Quinto, propietario, hacia 1846, de todo el conjunto de lo que había sido el Colegio Mayor.
¿Qué pasó con el cuadro? Parece ser que Javier de Quinto lo guardó, junto con el retablo principal de la capilla y otros objetos artísticos, en su casa de Madrid, de donde sería sacado tras los sucesos revolucionarios ocurridos en la capital en 1854, en los que fue incendiada la residencia. Con el tiempo fue vendido y sacado de España, encontrándolo Angulo Íñiguez en Nueva York cuando en 1956 se encontraba recopilando piezas para la colección Meadows.
En la pintura, realizada con un gran carácter ceremonial, podemos contemplar a la Virgen, sentada bajo un templete renacentista, que coloca la casulla al santo patrón de la catedral de Toledo, San Ildefonso. El conjunto, que tiene un claro sentido simbólico al representar el escudo del arzobispado toledano, fue ideado por Juan de Borgoña siguiendo las directrices de lo que hoy llamaríamos una gran operación de marketing.
En el momento del inicio de la vida universitaria, Cisneros necesitaba aparecer como el gran promotor de una fundación en la que había depositado todas sus esperanzas de reforma religiosa, cultural y social. Quizá por esta razón pensó que el mejor lugar para este cuadro era la capilla del Colegio Mayor, y también puede que éste fuera el motivo por el que quiso aparecer reflejado en la obra. Si nos fijamos con atención, enseguida nos daremos cuenta de que el rostro de San Ildefonso es el del cardenal Cisneros. De esta manera, el fundador de la Universidad consiguió que en el lienzo de Juan de Borgoña apareciera clara su idea de mantenerse como símbolo perpetuo de unos estudios que habían nacido bajo la autoridad jurídica de un poder que él mismo llegó a representar: el de la mitra de Toledo.
Como decía, actualmente, el cuadro es una de las grandes piezas del Museo Meadows de Dallas. Un símbolo de la pérdida de nuestro patrimonio a partir del siglo XIX, pero también un estímulo para valorar el enorme y constante esfuerzo de Alcalá por recuperar gran parte del esplendor con que contó en el pasado.