Tras el silencio, dominicas de Alcalá de Henares

«Porque la vida del hombre es muy breve e nos manda Dios en su Evangelio que velemos, que no sabemos el día ni la hora en que será servido llamarnos deste presente mundo para que le demos cuenta de cómo habemos gastado el tiempo,…». Con estas palabras definía una mujer del siglo XVI la idea de la muerte en una sociedad acomodada a las maneras y sentimientos nacidos del concilio de Trento. El ideal del «bien morir» por encima de todo, la angustia ante un final que no se podía controlar y que sólo Dios tenía en sus manos, lo espiritual como fondo de toda una sociedad que veía en el hecho religioso el único sentido ante la existencia.

La vida de la mujer a la que me refiero no se salió de lo que se podría definir como una de las normas vitales de la época: el camino hacia lo transcendente. La sociedad española del siglo XVI elevó hasta el máximo la idea de religión-estado y consiguió una unión tan perfecta como para llegar a tener la profunda convicción de ser un pueblo elegido y con la universal misión de propagar la fe cristiana. El concilio de Trento devolvió a la iglesia católica la fortaleza suficiente como para sentirse militante, orgullosa y muy activa en todo lo conciernente a sus dogmas más importantes. Fue la época de los «soldados de Cristo», representados por personas que acabarían por dar al catolicismo español un papel estelar en lo que respecta al ideal de santidad. Y como «soldado de Cristo», como defensora de la fe, hay que ver a esta mujer llamada Juana de Mendoza.

Nacida en Alcalá de Henares hacia mediados del siglo XVI, en ella se unieron dos circunstancias muy importantes. Por un lado, la pertenencia a una clase social elevada, nada menos que a la todopoderosa familia de los Mendoza. Esta familia, descendiente de los señores de Llodio y que tomó su nombre, a partir del siglo XI, del alavés pueblo de Mendoza o Mendioz (lugar de nacimiento de sus antepasados), llegó a tener tal poder que a veces hizo sombra a la mismísima corona. Como duques del Infantado, tuvieron su casa principal en el gran palacio de Guadalajara y desde allí gobernaron casi un imperio. Su presencia en Alcalá de Henares, a pesar de ser menor debido a la pertenencia de la ciudad a los arzobispos de Toledo, siempre fue constante, hasta el punto de que un miembro de la familia, la que sería princesa de Éboli, se casó en Alcalá de Henares en presencia del futuro rey Felipe II.

Doña Juana de Mendoza unió al poder de su familia una profunda convicción religiosa y siempre se mantuvo dentro de los límites entre ambas vivencias. Enfermiza, pero de fuerte carácter religioso, pronto se sintió atraída por la vida de santo Domingo de Guzmán, hasta el punto de vestir el hábito de las dominicas sin llegar a ser monja. El 13 de noviembre de 1587 murió en Alcalá de Henares, dejando un testamento que no sería leído hasta el día siguente a su muerte…

Como marcaba la ley, ese día el corregidor de la entonces villa, el doctor Martín Alonso de Herrera, dio comienzo a la lectura en voz alta de las últimas voluntades de doña Juana: «Ha sido y es mi intención, de mi casa e toda mi hacienda, dotar un monasterio de la orden de mi padre, santo Domingo (…), quiero y es mi intención y devoción que se llame de Santa Catalina de Sena». Así nació en Alcalá de Henares uno de los conventos de clausura más hermosos que ha conservado la ciudad. La propiedad a la que se refería doña Juana es el palacio renacentista que conocemos como casa de los Lizana. Todavía hoy su bella portada nos habla del esplendor decorativo del arte plateresco. Del interior de este edificio, que tras ser palacio y convento pasó a ser colegio universitario de las santas Justa y Rufina en el siglo XVII, poco queda. El nombre con el que es conocido se debe a la familia que lo poseyó desde finales del siglo XVIII o principios del XIX.

Las primeras monjas llegaron a esta casa casi once años después de muerta la fundadora. La razón de tanta demora hay que buscarla en la clara oposición de otras órdenes religiosas a la fundación de un nuevo convento, circunstancia que obligaba al reparto de los beneficios de todo tipo que disfrutaban estas instituciones religiosas. Además, los encargados de poner en marcha la última voluntad de doña Juana no contaron con algo tan poco espiritual como es el dinero. Resulta que el arzobispo de Toledo no quería dar su autorización hasta que las monjas no se comprometieran por escrito a pagar diezmos a la iglesia toledana.

Después de apelaciones a Roma, juicios y diversos malentendidos, por fin la nueva fundación se puso en marcha el 18 de noviembre de 1598. Los primeros años fueron difíciles y hasta se tuvieron que enfrentar con la gran peste bubónica que asoló Alcalá de Henares en 1599. Pronto también surgiría el problema del poco espacio con el que contaba el convento. Pero la suerte hizo que los dominicos del colegio de santo Tomás de Aquino, que tenían su residencia en otro antiguo palacio de los Mendoza, decidieran trasladarse a un edificio mucho más cercano al Colegio Mayor de san Ildefonso. Corría el año de 1603 y, tras la autorización del arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas, los monjes aceptaron vender su casa, situada en la actual calle del Empecinado, a las monjas dominicas de santa Catalina de Siena. La escritura de venta se firmó el 14 de diciembre de 1604. Desde entonces, el palacio de don Carlos de Mendoza pasó a ser definitivamente conventos de monjas dominicas.

También desde entonces muchas historias han ido ocurriendo tras los muros de esta bella casa. Como aquella que nos habla de dos bellas monjas que enamoraron al general francés que gobernaba la plaza de Alcalá de Henares tras la ocupación francesa. Resulta que un día de 1810, unos soldados franceses, que se encontraban en la iglesia del convento se quedaron sorprendidos ante la belleza de sor Teodora y sor Josefa. Al poco tiempo, sus encantos corrían de boca en boca entre los franceses y pronto llegó el rumor al general de la guarnición. Éste no tardó mucho en presentarse en el convento exigiendo ver a las monjas, pero la priora, sabedora de las intenciones del militar, sólo le mostró a las monjas más ancianas. El enfado del general fue muy grande y amenazó con volver al día siguiente y sacar a todas por la fuerza. Según cuentan las crónicas, las monjas lo único que pudieron hacer fue rezar. Y parece que dio resultado, porque esa misma noche murió el francés carbonizado en extrañas circunstancias en su propia cama.

La vida de estas mujeres, como la de todos los seres humanos, se ha ido haciendo a lo largo del tiempo mezclando grandes y pequeñas vivencias: la concesión por parte del ayuntamiento del uso del agua de un caño público en 1729, las dificultades durante la desamortización de Mendizabal, la llegada de la luz eléctrica en 1907, el abandono del convento durante la guerra civil de 1936 o la profunda reforma del edificio entre los años 1972 y 1977.

Al pasar por la calle Empecinado no estaría de más que nos parásemos ante la bella portada del convento: plateresca, de frontispicio de vuelta redonda y con un tímpano donde se pueden ver restos de una pintura con las imagen de santo Domingo de Guzmán. La iglesia, de desnudos muros de ladrillo tras la última restauranción, se cubre con una gran armadura de madera del siglo XVI. Al otro lado del templo, el bellísimo patio del palacio de don Carlos de Mendoza, obra del mejor renacimiento, expresado en el juego decorativo de sus columnas de piedra, donde se mezclan las formas lisas y las torsas, todo ello acompañado de una de las mejores escaleras palaciegas de Alcalá de Henares.

Y lo más importante, en el interior personas que han decidido «hablar con Dios y de Dios», según dejó dicho aquel castellano llamado Domingo de Guzmán. Así han ido pasando los siglos por esta comunidad de mujeres, para las que el oficio de existir siempre ha estado justificado en el sueño de vivir su fe en el silencio.

Enrique M. Pérez

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