San Jacobo de la Marca, de Francisco Zurbarán

Me gusta visitar el Museo del Prado, una maravilla. Es posible que no seamos conscientes del lujazo que significa tener al lado un museo de semejante calidad. Es emocionante acercarte con la mirada a un cuadro y observar los detalles de la pincelada de los grandes maestros. Y además, de vez en cuando, me llevo sorpresas como la de un cuadro, de un fraile y de uno de los grandes pintores de nuestro siglo XVII: Francisco de Zurbarán.

Me quedé mirando a San Jacobo de la Marca, y si se preguntan la razón, simplemente fue por la lectura de la cartela situada junto a la obra: «El franciscano Jacobo de la Marca (1391-1476) era conocido por su espíritu reformista y por su intervención en una farragosa discusión acerca de la divinidad de la sangre que derramó Cristo en su Pasión. A eso hace referencia la escena, que pertenece a un ciclo de cuatro pinturas destinadas a la capilla de San Diego en Alcalá de Henares, en el que intervino también Alonso Cano». Otra vez el monasterio franciscano de Santa María de Jesús. Cada vez estoy más convencido de la inmensa importancia artística de este gran monasterio, con encargos a los grandes artistas del barroco español. Tuvo que ser un lujo contemplar las series de franciscanos de su claustro, las obras dedicadas a San Francisco o la belleza de la capilla de San Diego de Alcalá, con cuadros como el de San Jacobo de la Marca que hoy podemos ver en el Prado.

Salió del monasterio alcalaíno tras de la Desamortización, pasó por el museo de la Trinidad y acabó en el Prado cuando se decidió dar al el edificio de Juan de Villanueva el uso actual.

El cuadro es muy bello en los detalles de los personajes, sobre todo la figura de San Jacobo, envejecido, realista, tanto que parece un retrato del natural. El ambiente, la luz del Cáliz, el milagro, el perfecto discurrir de los ropajes… Todo habla de un ambiente y de una sociedad que Zurbarán magnifica con humildad y con soberbia maestría, aunque sin dejar de ser quien era, tratando la arquitectura con la bella imperfección de un artista que parecía valorar la exactitud de la línea en función de la narración de su obra.

Y en eso culmina perfectamente el autor su obra. Narra perfectamente, a partir de dos escenas, la fama y la humanidad de un italiano llamado Domenico (Giacomo o Jacobo como franciscano) que se hizo famoso en el siglo XV por ser franciscano, por defender su religión y por rodearse de milagros. El santo y el Cáliz radiante, con el milagro y la sangre de Cristo por la que tanto peleó. Y al fondo, como si no fuera tan importante, Jacobo resucitando a un niño.

Domenico Gandala nació en Montebrandone, de la Marca de Ancona (centro de Italia), en 1391 y quiso ser franciscano. Primero fraile menor, luego sacerdote y observante, y más tarde penitencia, mucha penitencia. Apenas dormía, vestía con hábito raído y pasó toda su vida tratando de convencer a los demás de la fuerza de su manera de sentir la religión. Se recorrió media Europa, fue inquisidor contra los «fraticelli», aquellos famosos frailes dedicados a la vida y a la herejía, y exageró su responsabilidad hasta el punto de la inhumana injusticia condenando a la hoguera a muchos de ellos. Pero también promovió un monte de piedad, creó bibliotecas, fundó monasterios, escribió, desarrolló propuestas de fraternidades laicas, un antecedente del asociacionismo católico. En fin, un sobresaliente ejemplo de hombre del siglo XV absolutamente convencido de su única y sincera verdad.

Predicó y predicó, hasta que él mismo acabó enfrentándose a la inquisición, aunque estaría mejor decir que a los dominicos,  por un asunto relativo a la sangre que derramó Cristo en su martirio. Se dice que incluso le quisieron asesinar con el vino de la misa y que se salvó gracias a un milagro. Sus últimos años los pasó en Nápoles, y allí murió en 1476. Fue canonizado en 1726.

Enrique M. Pérez

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