Palacio Laredo, una joya del neomudéjar en Alcalá de Henares

El palacio mandado construir por Manuel Laredo quizá sea el último de los grandes monumentos complutenses y, sin duda, el más caprichoso de todos. Pero, antes de hablar del palacete habría que hacerlo de su creador. Manuel José de Laredo y Ordoño (Amurrio, Alava, 1842, Madrid 1896), miembro de la Real Academia de San Fernando, fue hombre polifacético: dibujante, pintor, escenógrafo, diseñador, arquitecto, restaurador e incluso político, siendo alcalde de Alcalá entre los años 1891 y 1893. Como dibujante, destacamos los alzados que, dentro de la serie “Monumentos Arquitectónicos de España” (1879), realiza del palacio Arzobispal, edificio del que también fue restaurador. Como pintor, el retrato de María Cristina conservado en el Ayuntamiento y los retablos fingidos al fresco para varias iglesias complutenses, conservándose tan sólo en la actualidad el que decora la ermita de San Isidro. Como arquitecto, en 1884, termina la construcción del palacete que nos ocupa y que estaba destinado a ser su residencia particular.

Estilísticamente, es una obra ecléctica en la que, sobre la base del neomudéjar, se alternan elementos góticos, renacentistas, pompeyanos y modernistas en una multiplicidad de ambientes (terrazas y jardines, salitas y salones, torres y miradores) deliberadamente laberínticos y decididamente románticos. A la arquitectura y a los elementos de diseño creados por el autor se suman piezas arqueológicas originales de diversa procedencia: bóvedas y columnas del castillo de Santorcaz; artesonados y cupulines del Palacio de los Condes de Tendilla de Guadalajara; columnas del jardín de la Penitenciaria de Jesuitas de Monte Loranca y azulejos hispano-árabes procedentes del palacio de Pedro I el Cruel (Jaén), de Toledo y de Alcalá de Henares.

Lamentablemente, se ha perdido aquella perspectiva de las postales antiguas del paseo de la Estación en las que el palacete aparece rodeado de huertas, jardines y otros hotelitos decimonónicos. Pero pasemos a visitarlo. En primer lugar, hay que advertir que este edificio no tiene desperdicio: no hay ninguna fachada ni interior que carezca de interés. Para no perder detalle, comenzamos por la calle Zuloaga, donde se sitúa la antigua entrada de carruajes con arco de herradura polilobulado, ligeramente apuntado y construido, lo mismo que el resto de las fachadas, en soberbio aparejo de ladrillo con gran variedad de dibujos geométricos. A sus lados, garitas y miradores decorados con celosías  moriscas. En la esquina con el paseo de la Estación se alza el minarete, cubierto con cupulín de escamas, marcando el contrapunto a la mole del cuerpo central del palacio y estilizando de este modo la perspectiva del conjunto. A través de una reja, entramos ya al jardín, donde podemos apreciar al detalle la fachada principal, con exótico templete en la esquina izquierda en el que, sobre cuatro columnas nazaritas, se levantan arcos de yeserías y, de nuevo, cupulín con escamas. Seguimos rodeando el edificio y, ante nuestros ojos, aparecen terrazas, ventanales geminados, escaleras, columnas, celosías, toda suerte de dibujos geométricos y siempre la constante presencia del cuerpo central, rodeado de ventanales trilobulados y torretas en las esquinas.

Describir detalladamente el interior resulta sorprendente. Unas salas se inspiran en la Alhambra, con techos cubiertos por artesonados, yeserías y azulejos en los muros. Otras se pintan primorosamente al fresco con motivos platerescos y pompeyanos imitando arquitecturas o se recubren con telas o elegantes papeles pintados. Los ventanales siempre se cierran con polícromas vidrieras. La constante yuxtaposición de estancias y galerías se anima mediante escaleras, miradores, porches, puertas ocultas. Si subimos al minarete a través de una estrecha escalera de caracol, de pronto aparece una terraza almenada imposible de distinguir desde la calle. Si bajamos a los sótanos, las dependencias del servicio se comunican mediante angostos túneles abovedados, creando una atmósfera misteriosa. El  visitante termina perdiendo el sentido de la orientación.

De tanta maravilla, destacamos dos salas: la del Alfarje y el Salón de Reyes. La primera está situada en la entrada del edificio y, en su suntuosa decoración, hay que destacar el artesonado mudéjar del S. XVI procedente del Palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara. El Salón de Reyes es el centro geométrico del palacio. Está cubierto por una bóveda gótica del S. XIV procedente del Castillo de Santorcaz. Sobre ella, estrellas doradas dibujan el firmamento. Alrededor de la sala, una leyenda en caracteres góticos hace alusión al castillo y a su fundador el arzobispo Tenorio. En los muros, mediante pinturas al fresco, obra del propio Laredo, se representa a todos los reyes castellanos desde Alfonso XI hasta Carlos I. A ellos se suman las efigies de los arzobispos Tenorio y Cisneros. Naturalmente, el conjunto se enmarca entre arquitecturas fingidas  y motivos heráldicos y geométricos.

El palacio Laredo, restaurado y habilitado para el uso museístico y administrativo, alberga la sede del Centro Internacional de Estudios Históricos Cisneros y del Museo Cisneriano de la Universidad de Alcalá.

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