Todas las mañanas se levanta pronto para ver amanecer sobre la espadaña de la capilla de San Ildefonso. Cuando el sol pasa rozando la última campana, todavía se suele quedar un tiempo contemplando la fachada. Siempre le ha parecido sobria, hasta puede que demasiado sencilla. Aún recuerda el antiguo campanario, demolido en 1594 por ruinoso, y también el comienzo de las obras de la nueva fachada, en el año de 1599.

 

Fue obra del arquitecto Juan Ballesteros, que la hizo sobria y siguiendo las modas del estilo que nació en España gracias a los maestros Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera. Tras dos años de estar oculta con andamios, en 1601 por fin los colegiales pudieron ver el bello relieve pensado por el maestro arquitecto. Ante sus impacientes ojos apareció la Imposición de la Casulla a San Ildefonso, lema de los Arzobispos de Toledo y, por tanto, de la propia Universidad.

 

 

 

Foto de Javier Sierra

De vez en cuando le gusta recordar aquel día, cuando todavía era un joven estudiante, en el que tuvo la mala ocurrencia de averiguar a dónde iba a parar esa puerta o quizá ventana que se encuentra en el centro de la fachada. Era primavera y estaba a punto de caer la noche. El Colegio Mayor acababa de cerrar sus puertas y cada vez quedaba menos luz en la calle. A lo lejos, se podían escuchar las voces del alguacil de ronda en busca de estudiantes trasnochadores en busca de quién sabe que escondidos placeres. Aún quedaba tiempo para que pasase por allí, por lo que pudo colocar una escalera de madera, que alcanzó a llegar hasta la misteriosa ventana. Gracias a un candil de aceite, y tras no pocos esfuerzos para abrir la portezuela, consiguió pasar al otro lado. Estaba nervioso, presentía que se encontraría con un gran tesoro, y así fue. Estaba de pie nada menos que sobre la techumbre de madera de la capilla de San Ildefonso, aunque puede que eso fuera lo de menos; lo importante para él era, en realidad, la sensación de viajar en el tiempo y regresar a los mitificados primeros años de la vida universitaria.

Se sintió un poco culpable al recordar como este bello trabajo, ideado por el maestro Sancho Díaz, le había servido en muchas ocasiones de entretenimiento durante los largos sermones de los capellanes.

Las maderas del techo crujían y olían a humedad y moho. Se percibía perfectamente el juego de encajes de madera realizado por los alarifes siguiendo la técnica morisca del par y nudillo. Vigas y más vigas de madera daban forma a una inmensa artesa en forma de ochavo, aunque lo que más le impresionó fue la sencillez y maestría de la técnica heredada de la antigua al-Andalus.  Muy cerca de la entrada por la que había pasado, se podía ver una escalera de subida hacia la espadaña. En ella, tres arcos cobijaban otras tantas campanas que, según la tradición de la Universidad, habían sido hechas con el bronce de los cañones que el fundador había tomado a las tropas musulmanas al conquistar la plaza de Orán. En un lateral, una trampilla parecía dar paso hacia el interior de la capilla. No dudó en abrirla y, tras algún esfuerzo, dada la estrechez del hueco, logró pasar al templo. Había poca luz, pero el candil fue suficiente para percatarse de que se encontraba en la tribuna de los cantores situada a los pies de la iglesia.  Su existencia se debía al buen sentido del fundador, que desde el principio obligó a que los capellanes de San Ildefonso tuvieran conocimientos musicales y aptitud para el canto. En el centro se podía ver el gran facistol para los cantores y, a su lado, un hermoso órgano que, según pudo conocer más tarde, había sido encargado, en 1510, al organero toledano Nicolás Pérez. Siempre había sentido envidia de esos hombres que cantaban a Dios desde lo alto de la iglesia y más de una vez quiso descifrar los misterios de esos armónicos sones en la magnífica biblioteca musical de la capilla, pero, por lo menos hasta el presente, sus intentos habían sido vanos.

Foto de Javier Sierra

Desde la tribuna, a través de un corredor que recorría la capilla, consiguió llegar a la antigua enfermería del Colegio Mayor. Bajo ella se situaba la sacristía, que, por cierto, no conocía, aunque según decían era una de las más bellas estancias de la Universidad. Se construyó a partir de 1516, trabajando su piedra el maestro cantero Juan Campero y dirigiendo la obra del artesonado morisco el gran Alonso de Quevedo. Entró en absoluto silencio, al fin y al cabo en unas cámaras adosadas a la sacristía vivían los diez capellanes menores del Mayor de San Ildefonso y cualquiera se arriesgaba a no pasar desapercibido. Con mucho cuidado de no hacer el más mínimo ruido, y como aún contaba con algo de tiempo, decidió pasar a la capilla. Le costó abrir la puerta que daba paso al templo, pero con un poco de maña y sus habilidades en el arte de forzar cerraduras, consiguió entrar. El interior de la iglesia le era muy conocido, aunque nunca había tenido la posibilidad de disfrutar a solas, y sin la vigilante mirada de los capellanes, de este lugar lleno de símbolos y recuerdos de los inicios de la Universidad.

La  primera impresión, como siempre, fue la de estar en un espacio casi obsesivamente lleno. Allí era fácil entender aquello que oyó decir sobre el “horror vacui” o miedo al vacío que sentían los artistas moriscos al idear sus obras. Y es que la capilla tenía mucho de la herencia musulmana. Los pocos muros que quedaban sin decorar por las yeserías, lo hacían con majestuosos tapices y reposteros con el escudo del cardenal Cisneros. Otros espacios habían sido cubiertos con magníficas pinturas. Unas fueron encargadas por el propio Cisneros y, según su gusto, eran las mejores. En particular, le llamaron la atención dos cuadros del gran maestro Juan de Borgoña. En uno se representaba la Imposición de la Casulla a San Ildefonso y en el otro la Cruz en el Calvario. Del resto de pinturas, su preferida era una en la que se veía a Cristo con la Cruz, obra del pintor flamenco Miguel Coxcien. Pero desde que conoció la capilla, siempre había considerado que lo que realmente la hacía especial era la rica y variada decoración en yeso ideada, siguiendo técnicas también moriscas, por el arquitecto Pedro Gumiel con ayuda de los hermanos yeseros Luis y Juan de Santacruz. Ante él se entrelazaban formas góticas y renacentistas; unas con sus florones al estilo de los Reyes Católicos y las otras con su decoración de grutescos o “candellieris” a la italiana. Y enmarcándolo todo, un cordón franciscano, símbolo de la Orden a la que perteneció el fundador.

capilla de san ildefonsook

A pesar de la poca luz, no era difícil adivinar la suntuosidad de la mezcla de los colores rojo, azul y dorado con que fueron decoradas las dos techumbres moriscas del templo. Bellas pinturas con motivos vegetales, siguiendo también la decoración a la italiana, se mezclaban con la exquisita decoración geométrica de lazo, formando estrellas de ocho puntas. Y para que la sensación de abigarrada mezcla fuera completa, desde los primeros años colgaban de los techos  añafiles y multitud de objetos, como banderas, barreños y cerrojos de las mezquitas, traídos por el cardenal Cisneros tras su conquista de Orán.

De vez en cuando le gusta recordar aquel día, cuando todavía era un joven estudiante, en el que tuvo la mala ocurrencia de averiguar a dónde iba a parar esa puerta o quizá ventana que se encuentra en el centro de la fachada.

Poco a poco, y con mucho cuidado de no romper nada, fue recorriendo la capilla mayor del templo hasta que la tenue luz de su candil iluminó el rostro del cardenal Cisneros. Sobre un grandioso sepulcro, realizado en mármol de Carrara, reposaba el hombre que ideó todo lo que estaba viendo. Siempre había considerado esta obra, trabajada, entre otros, por Doménico Fancelli y Bartolomé Ordóñez, como el perfecto resumen de todas las capacidades y gustos artísticos de la época en que fue concebido. Bellas formas decorativas, que representaban animales alados, caras, angelotes, flores, frutos, guirnaldas, figuras religiosas y hasta los estudios universitarios, componían una obra que, desde su colocación en la iglesia en 1521, se convirtió en el mejor homenaje de la Universidad a su fundador. Pero la capilla no sólo acogía los restos del Cardenal, también los más grandes maestros de Alcalá, como Antonio de Nebrija, Pedro Gumiel, Francisco Vallés y tantos otros, encontraron reposo bajo su suelo.

Foto de Javier Sierra

Antes de salir hacia el interior del Colegio Mayor, aún tuvo tiempo de fijarse en el gran retablo que, narrando la vida de San Ildefonso, decoraba el testero de la iglesia. Se sintió un poco culpable al recordar como este bello trabajo, ideado por el maestro Sancho Díaz, le había servido en muchas ocasiones de entretenimiento durante los largos sermones de los capellanes. Y todavía pudo admirar los bien trazados retablos que decoraban las ocho capillas del templo y el gran púlpito, realizado por Diego de Sada siguiendo también las maneras del gusto morisco.

Se construyó a partir de 1516, trabajando su piedra el maestro cantero Juan Campero y dirigiendo la obra del artesonado morisco el gran Alonso de Quevedo.

En realidad no quería marcharse, pero era muy tarde y corría peligro de ser castigado con dureza si se descubría su sacrílega y emocionante aventura. Al cerrar el grueso portón que comunicaba con el patio que daba acceso a la capilla sintió un reconfortante alivio. Ya sólo le quedaba llegar hasta su cámara y hacer como si nada hubiera ocurrido. Comenzó a caminar con cuidado, cuando, sin saber de dónde procedía, una voz…

En fin, mejor dejar dormir los recuerdos. Como dicen sus alumnos, sólo son viejas historias de un maestro ya con muchos años. Aunque él bien sabe que detrás de aquella aventura se escondía un deseo: encontrar la clave que motivó la fundación de la Universidad. Buscándola, llegó hasta la capilla de San Ildefonso y allí, por entre aquella mezcla de formas, colores y sensaciones, descubrió que todo era reflejo de unos hombres que buscaron el ideal de llegar a la sabiduría a través de la diversidad.

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