El poeta ecuatoriano Augusto Arias en Alcalá de Henares

Se dice que Augusto Arias fue un poeta de tendencia modernista. Lo cierto es que, dejando a parte inscripciones a una u otra tendencia literaria, por lo lo que he leído de su obra, me parece un gran poeta, un autor que acaricia las palabras, las frases, las hace sensuales, vivas, coloristas. «Del sentir» es una de las grandes obras de la poesía ecuatoriana y un magnífico libro de poesía. Nació en Quito en 1903, donde también murió en 1974. Fue, además de poeta, un metódico estudioso de la obra de escritores ecuatorianos, además de un gran ensayista.

Viajó a España y de sus viajes y sentimientos, dejó un libro, «España eterna», publicado en Quito por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1952. En esta obra se refiere a Alcalá de Henares:

«Cuando Azorín escribe en su Prólogo en sueños que «Cervantes no ha nacido en la Mancha y pertenece a la Mancha», si roza un tema de difíciles comprobaciones bautismales, consagra, en cambio, en una de esas frases que caen hacia un punto redondo, la identificación del Ingenioso Hidalgo con el paisaje de sus eternos andares: «Cervantes nos da en su libro la visión de los inmensos llanos manchegos».

Hubiera visto la primera luz, como Azorín afirma, en Alcázar de San Juan y fuera, asimismo, de acuerdo con la fe del sobrio marginador de los clásicos, falsa la partida de Alcalá de Henares. Por estos campos anduvo Cervantes, no sólo con su realidad ya desasida de los pañales, sino también, y sobre todo, con las serias o las burlescas desazones de su Quijote, y de aquí recogió la luz y la dilatación manchegas, la enjabelgada arquitectura de los pueblos; la visión, que en vano trataría de imitar el más diestro artista de la plástica, al propio tiempo sumaria y detallista, animada con las propias palabras de sus patrones y sus huéspedes, de las ventas y las hosterías.

En Alcalá de Henares, pese a las más lúcidas rectificaciones, comienza la vida de Cervantes y de Don Quijote. La estatua flaca de don Miguel, frontera a la Iglesia de su bautizo en la villa complutense, puede ser tanto la de su figura como la de Alonso Quijano casi al tiempo de velar las armas para su marcha por los campos de Montiel. No hay error por eso en el viajero que deteniéndose junto a ella se imagina de pronto que aquel bronce corresponde a la efigie del caballero cuyo destino es posible soslayar por los aledaños alcalaínos.

Y luego allí está esa pila en forma de copa sobre la cual la cabeza de Cervantes recibió el agua del nombre cristiano, mientras en su labios se salaba una de las sonrisas que habían de florecer más abiertamente al espectáculo del mundo por donde transitarían sus personajes, no esencialmente diversos en ninguno de los climas, con sus desequilibradas proporciones de fantasía y de cordura, con la fiebre del espíritu que seca la carne o con la conformación adiposa del buen sentido, de las alforjas y de los refranes.

Estos son su teatro y su ámbito, su cuna y su posada. Aquí hay que buscar a Cervantes en su doble proporción, acaso no bien examinada por sus biografistas, de ingenio maduramente espontáneo, que logra contarnos en sus novelas lo que ha visto y oído, que nos lleva con encantadora naturalidad, hasta el punto de que no nos cuidemos de distinguir entre la invención y la certeza, y de docto escritor que sostiene su claro parlamento en invisibles puntales de una sabiduría que pudiera decirse esotérica; que se guarda entre las páginas que parecen brotadas sin aplicación; que corre, libre, disimulándose entre las simples, pero sentenciosas conversaciones de los tipos populares, y que en los diálogos de los señores corresponde en veces a un filosófico modo de señalar la ignorancia de la grandeza o la liviandad de la dicha que acaso sea tal, en parte por su desapego a la sapiencia.

Ni quien observó que en el bronce de ese flaco hidalgo de espadín, podía estar la figura de Don Quijote en la soledad un poco terrosa de Alcalá, ni el que confiere a este pueblo de muros desmochados el carácter de capital de la Mancha, viajan al lado de los errores de la geografía o de la historia. Tampoco caen en despropósito los que consideran que los campos manchegos comienzan a extenderse desde las afueras de Madrid. Aciertan, más bien, en la propia ruta del Quijote y en la de Cervantes, a quien veremos siempre transfundido en su inmortal caballero. Cuando los nómades de La Gitanilla buscan excusas para no viajar a la capital de Andalucía, por las razones de su seguridad y hasta de su recato, donde las montañas de Toledo «determinaron torcer el camino a mano izquierda y entrar en la Mancha y en el reino de Murcia». Y si de Toledo a Córdoba es más sensible y abarcable la llanura manchega y el campo por donde se establece el tránsito de Castilla la Nueva hacia las tierras andaluzas festejadas por las cepas de los viñedos y por los puntos verdes de los olivares, ya discurren vientos quijotescos por la doctoral Alcalá en donde se ligan, como por modo natural, los sabios discursos que oyera el Paraninfo complutense, con la fabla recia del Arcipreste y las conversaciones de Don Quijote y Sancho.

En línea igual a la de Salamanca, esta Universidad de Alcalá de Henares supo del linaje espiritual del estudiante. Al penetrar por sus arcadas, dedicamos nuestro saludo interior al Cardenal Cisneros, que está presente en su estatua modelada por cinceles romanos, que así acuerdan con el aire antiguo de la villa como consagran los perfiles de aquel adelantado fundador.

Los nombres de letrados y filósofos que por aquí discurrieron, se muestran, en líneas sobrias, sobre las paredes de este Paraninfo, rectángulo rodeado de balcones, cubierto por un artesonado de relieves pulidos y a cuya tribuna ascendían los togados de la poliglosia, los que habían hecho sustancia del universo de las humanidades.

Como en un renacimiento que se hubiera sujetado a las proporciones del eterno saber, los vastos patios de la Universidad alcalaína estuvieron sostenidos por centenares de columnas corintias y jónicas, muchas de las cuales afirman todavía su estabilidad en este recinto por cuyo patio trilingüe desfilarían Juan de Ávila o Juan de Mariana y por donde habría de cruzar Arias Montano, para su llegada hacia la literalidad de la Biblia.

Acaso una gran parte del encanto de estos pueblos resida en su detenimiento, no obstante el obligado tributo que suelen pagar a la divinidad destructora del tiempo, cuando no las afirma en su fisonomía la diestra sagaz de la reconstrucciones. Quitad, por eso, del patio de la Universidad complutense el pozo secular con su ojo de agua que tiembla en lo profundo o desvestid de su mobiliario en blanco a las ventas alcarreñas y os parecerá que han fugado un poco los recuerdos de la sabia cómpluto, del mismo modo como en éstas ha comenzado a desdibujarse el anguloso sentido de los seres manchegos que integra el cuadro castellano, en el cual todavía es de verse el ancho continente de las venteras y hasta la traza advertida de las maritornes.

Buscaríase en vano al rico hombre de Alcalá que pintó Moreto. En otra edad, por otros soportales que resisten, transitó en su infancia don Antonio de Solís, el historiador de España en las Indias. Iremos hacia la casa natal de Cervantes, en donde toda memoria se desvanece frente a unas paredes bajitas que se desmoronan con lentitud. De Juan Ruiz no queda en Alcalá recuerdo alguno. Pero fue complutense aquel Arcipreste «velloso y pescozudo», creador de su realística Trotaconventos y genio de una tan ancha alegría de vivir, como para haber castellanizado lo mejor y más vivo del patrimonio común de las fábulas. En esta vereda es dable suponer alguno de los paseos de Juan Ruiz, cuando escribía a una de sus dueñas o troteras: «Fija, mucho vos saluda uno que mora en Alcalá…» De aquí saldrían varios de sus divagares que dan sabor a su multiforme libro, y de aquí emprendería en sus viajes a los altos de Guadarrama, en busca de los aires fríos para su sanguínea naturaleza, en pos de la flor preferida por el viento, en pos de Aldara, en busca de la serrana de sus canticas…

Quijotesca, manchega, cervantina, complutense, la actual Hostería del Estudiante nos ayuda al rastreo de los pasos tras de los cuales estamos. Aquí los cueros de tinto semejantes a los de la alucinación de Don Quijote en la venta de antaño. Aquí las tinajas altas, redondeadas y de cuello angosto, y para completar la móvil acuarela, el perfil elástico del galgo corredor.

Hay que salir, después, por lo menos a probar el comienzo de la legua, por si sea verdad que ha de servir a los hombres de todos los tiempos más que un curso de latines, una excursión por la rutas de Don Quijote. Como otros tantos gigantes, vencidos por nuestra incredulidad o nuestro temor, es cierto que se han desterrado varios de los molinos de viento. Pero nos basta uno, uno solo que agite sus aspas, cual largos brazos, contra nuestra inadvertida presencia sin lanza. Que soñemos en ir a batalla desigual contra tan desmesurado enemigo. Que nos entreguemos, ilusos, para repetirnos al cabo, con las palabras del Quijote, la conformidad victoriosa del que cayó sin sentirse, por eso, vencido: «Calla, amigo Sancho, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza…».»

El poeta ecuatoriano Augusto Arias en Alcalá de Henares

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