Se trata de un hombre que fue arzobispo de Toledo en el siglo XVIII. Se llamó Luis Antonio Jaime y vino al mundo en Madrid el año 1727. Fue, además, el hijo menor de los reyes Felipe V e Isabel de Farnesio. Pero tal circunstancia, en apariencia ventajosa, acabó siendo un problema para él. Ser el pequeño le convirtió en el perfecto candidato a llegar lo más lejos posible en el escalafón de uno de los grandes poderes de la época: la iglesia.
Así lo pensó su madre, que no dudó en hacer lo posible y lo imposible para conseguir, cuando el niño contaba con sólo diez años, que llegara a ser arzobispo de Toledo y, algo después, en 1741, de Sevilla, sin olvidarse de que le fuera impuesto entretanto el capelo cardenalicio. Como ven, todo un derroche de investiduras que acabó, y creo que fue una reacción lógica y llena de sentido común, con la renuncia del infante a todos sus cargos. Pero detrás de tales nombramientos se ocultaba un importantísimo motivo, la razón de estado.
Durante el reinado de Felipe V, el estamento religioso superaba las 250.000 personas, por lo que ya me dirán sino importaba a la corona dominar tan gran e influyente poder social y, desde luego, político. Pero Luis Antonio nunca estuvo por la labor de someterse a los rigores propios de su rojizo atuendo cardenalicio y acabó siendo maestro en el arte de la seducción.
Se hizo famoso en la Corte por sus sorprendentes aventuras amorosas y por sus más que excesivos gastos de “vergonzosa” y casi imposible justificación. No podía ser de otra manera, y aquel niño obligado a convertirse en un importante hombre de iglesia acabó comportándose simplemente como un ser humano más. Con ese fallar a todos (supongo yo que sus padres esperaban mucho más de él) no hizo más que reflejar su necesidad de romper con la terrible situación que le habían impuesto.
[pro_ad_display_adzone id=»320″]
Así, al cumplir los 27 años decidió liberarse definitivamente y escribió al papa Benedicto XIV pidiéndole que le diera autorización para poder renunciar a la dignidad de cardenal y a la administración de los arzobispados de Toledo y de Sevilla. Estoy casi seguro de que su hermano, el rey Fernando VI, apoyó efusivamente tal petición, harto como estaba de los escándalos protagonizados por el cardenal-infante.
A lo largo del tiempo en el que permaneció al frente de la archidiócesis toledana (18 años) apenas pisó la capital, pero sí que sintió, en cambio, una cierta predilección por su palacio de Alcalá de Henares, donde pasó largas temporadas. Posiblemente tan magnífica y religiosa residencia en ningún momento de su historia sirvió para fines menos espirituales. El caso es que durante sus ratos libres, Luis Antonio se dedicó a mejorar el palacio, acomodándolo en lo posible a los refinados gustos traídos desde la corte versallesca. Transformó algunos interiores al estilo palaciego francés y colocó, como símbolo de su familia y de él mismo, un recargado escudo barroco, trabajado en terracota, que alteró en gran parte la armonía de lo que hoy es fachada principal del edificio.
Un exceso decorativo que, como si fuera una de aquellas artificiosas pelucas de rizos que tenían a bien lucir los afrancesados aristócratas de la época, más que decorar parece un extraño objeto pegado sobre la noble y renacentista piedra. También reformó la ventana central, transformándola en un balcón volado que tampoco acabó de cuadrar con el conjunto.
Ya lejos de tener que someterse, aunque sólo fuera en apariencia, a las normas de la vida religiosa, el infante siguió cultivando su afición a las mujeres y a la buena vida, hasta que por fin, en 1776, decide sentar la cabeza y casarse. Reinaba por aquel entonces otro de sus hermanos, Carlos III, de genio totalmente opuesto al de Luis Antonio y dispuesto a librarse de su alegre hermano a toda costa.
Tanto es así, que no puso pega alguna al matrimonio del infante, de cincuenta años de edad, con Teresa Vallabriga Rozas, una jovencita de dieciséis años que, aunque de importante familia zaragozana, no poseía ningún título nobiliario. Como casi siempre ocurría en estos casos, la boda vino bien a todos menos a la novia: el rey publicó una pragmática que excluía de la sucesión a la Corona a los hijos de matrimonios desiguales, consiguiendo echar de la línea sucesoria a su hermano.
Además, no le permitió casarse en Madrid y también le prohibió que sus hijos llevasen el apellido real. Lo cierto es que tales medidas más parecían nacidas de la envidia que del deseo de acabar con lo amoral que representaba la conducta del infante. El caso es que Teresa, más o menos obligada por las circunstancias, y Luis Antonio contraen santo matrimonio en Cadalso de los Vidrios. De tal unión vinieron al mundo tres hijos: Luis María, que también llegaría a ser cardenal y arzobispo de Toledo, Antonio María, fallecido al poco de nacer, y María Teresa, que heredó el título de condesa de Chinchón y que acabó siendo famosa gracias al bello retrato que le pintó Francisco de Goya.
En cuanto a nuestro protagonista, a pesar de los problemas que le originó ser la oveja negra de la familia, siempre consiguió vivir a su real antojo y nunca dejó de rodearse de los mejores músicos, como Luigi Boccherini, y hasta tuvo tiempo para reunir una de las más completas colecciones de pintura y objetos de arte del país.
Pero antes de decirles dónde y cuándo murió, me gustaría recordar una iglesia de Madrid que, todavía siendo cardenal, mandó construir, la de San Justo y Pastor. Puede que tras el nombre de estos niños alcalaínos hubiera muchos y buenos recuerdos de su paso por Alcalá de Henares.
Murió, supongo que feliz por ser como fue, lejos del ruido de la vida de la Corte, en una casa escondida entre árboles, donde vivió dedicado a lo que más le gustaba: cazar, conversar con los amigos y escuchar música. Un lugar rodeado de montañas, cerca de Arenas de San Pedro, un siete de agosto de 1785.
[pro_ad_display_adzone id=»320″]