El sonido de la caridad. Carmelitas de Afuera

«El sonido de la caridad. Carmelitas de Afuera» quiere ser un recuerdo a una intensa y antigua manera de entender la vida.

En muchas ocasiones la penuria ha sido una de las constantes de la vida en una comunidad religiosa. No quedan lejos los días en que sonaban las campanas de algún convento de Alcalá de Henares suplicando la compasión de cualquier persona dispuesta a ayudar. Y no crean que estas situaciones se han dado sólo en tiempos de dificultades extremas; la historia de muchas fundaciones de clausura de la ciudad está llena de momentos críticos que se han conseguido superar quién sabe cómo, aunque nunca habría que olvidar la posibilidad de un milagro. El milagro, esencial y básico en el complejo entramado intelectual de las órdenes religiosas; lo místico, lo sobrenatural como ideal de perfección en una unión con Dios necesitada de razones irracionales. En la actualidad no andamos tan lejos como parece de esos principios que sirvieron para la vida en las sociedades que nos precedieron. Nuestro comportamiento tiende a la necesidad de lo místico como respuesta a preguntas que, en muchos casos, son de imposible respuesta. Puede que por esta razón, todavía hoy, como en el siglo XVII, se sigan levantando templos a la mayor gloria de los diferentes tipos de dioses. Pero, si les soy sincero, me gustaba más como lo hacían hace cuatrocientos años; al menos no disimulaban nada, ni las razones eran envueltas en pragmáticas justificaciones.

Por ejemplo, a finales del siglo XVI una mujer llamada Beatriz de Mendoza, que además fue condesa de Castelar, quiso materializar sus necesidades espirituales con la fundación de un convento de monjas de clausura. Tomó consejo de un carmelita, conocido como padre Gracián, que guió sus pasos, supongo que con una sabiduría nacida de su experiencia en la materia, hasta que consiguió su objetivo. De esta manera, en mayo de 1599, llegó la licencia para fundar el convento de carmelitas descalzas del Corpus Christi. Y, como siempre, lo religioso se fue mezclando con la adversidad, la pobreza, la espiritualidad y lo milagroso.

En este sentido, hay que reconocer que no empezaron mal las monjas del Corpus Christi. Su primera prelada, la madre María Isabel de la Cruz, no ahorró penalidades a las religiosas que tenía a su cuidado y exacerbó el ideal marcado por Teresa de Jesús hasta un punto de severidad en la Regla que estuvo a punto de acabar con toda la comunidad. En el libro de la fundación del convento podemos leer este interesante pasaje: “que la primera prelada, María Isabel de la Cruz, incorporó algunas cosas en la vida de las religiosas, quitando y añadiendo de lo que Santa Teresa puso en las Constituciones, todo en orden a más rigor y penitencia, pero fue el caso que vino una plaga de piojos que duró cuatro meses, hasta que la nueva prelada volvió a la forma de vida recomendada por Santa Teresa y cesó la plaga…” Uno se imagina a las pobres monjas luchando, supongo que con infinita paciencia, contra tan gran enemigo y, desde luego, no cabe duda de que se hubieran merecido, cuanto menos, un estado lo más próximo a la santidad. Como se deja entrever en tal párrafo, parece que la complicada situación sanitaria provocada por la priora hizo que tanto rascarse acabara con la señalada infinita paciencia de las religiosas y que éstas acabaran por dar una especie de golpe de timón cambiando, a principios de 1600, a su directora espiritual.

Al principio, pobres y enfermas, habitaron un caserón, prestado por los padres carmelitas de San Cirilo, situado junto a la vieja puerta de los Aguadores. Con el tiempo, y contando con la ayuda de su protectora doña Beatriz, quisieron comprar la casa a sus hermanos de Orden, pero la fortuna, contrariando rezos y esperanzas, no les fue favorable. Se enfadaron monjas y patrona, quedando las primeras en la más absoluta miseria.  Y al final, como era lógico, tuvo que ocurrir un milagro. Éste vino de la mano de los monjes de San Cirilo, que parecían estar siempre dispuestos a sacar de apuros a sus vecinas carmelitas. Tuvieron los frailes la suerte de caer bien a una señora, que fue marquesa de Mondéjar, llamada también Beatriz y apellidada Diatrichtain. La dama quiso dejar 50.000 ducados a los frailes, pero éstos, y hay que reconocer que fue un gesto muy cariñoso, cedieron tan caritativa donación a las monjas, convirtiéndose de esta manera en su nueva patrona y salvadora. Eso sí, entretanto tuvieron que pasar mucha hambre porque este hecho no ocurrió hasta 1614. A partir de entonces, las cosas empezaron a ir mejor; la marquesa les levantó un nuevo convento e iglesia y les dio rentas, 500 ducados anuales, para poder subsistir. El edificio conventual se construyó sobre unas casas compradas por las monjas al otro lado de la muralla, casi frente a donde vivían, por lo que las gentes de Alcalá de Henares las acabaron por conocer como las de “Afuera”.

Llegados a este punto, quisiera rendir un homenaje a uno de mis arquitectos preferidos: fray Alberto de la Madre de Dios. Este carmelita descalzo consiguió en su arquitectura una tranquilizadora mezcla de lo más sobrio y lo más deslumbrante. Seguidor y discípulo de Juan Gómez de Mora, su obra en muchas ocasiones ha sido injustamente ensombrecida a favor de la de su maestro, hasta el punto de ser atribuido a Gómez de Mora mucho de lo que él trazó. Ideó en Madrid el templo más bello del clasicismo español, la Encarnación, por lo que les puedo asegurar que es todo un lujo el contar en Alcalá de Henares con una obra suya. Casi es como si tuviéramos la suerte de poseer algo tan valioso en arquitectura como lo pueda ser la obra de Velázquez en pintura.

Pero volvamos al convento del Corpus Christi. Los trabajos fueron largos y la razón, como siempre, tuvo que ver con el dinero: se empezó a edificar en 1615 y se bendijo la iglesia en 1623. La fachada del templo se decoró con la figura de la Virgen y el Niño acompañada por escudos heráldicos de la casa de Diatrichtain y del carmelo. Con el tiempo, en el interior se dispuso un suntuoso retablo barroco al estilo del siglo XVIII. Y en lo más escondido del convento, magníficas obras de arte (un busto de la Dolorosa de Pedro de Mena, una Inmaculada y una Santa Teresa atribuidas a Gregorio Fernández, un lienzo de Alonso Cano…), además de casullas, relicarios, orfebrería y bellos recuerdos de su vinculación con la santa de Ávila: su báculo y numerosas cartas escritas de su puño y letra.

Y en un lugar todavía más escondido ha ido sobreviviendo hasta hace poco una comunidad de monjas desconocida, hermética, casi invisible; mujeres que decidieron guardarse sólo para Dios y que tapaban su rostro a la vista de cualquier extraño que perturbara su profunda y sincera necesidad de soledad. Quizá, todavía quede alguien que recuerde, al caminar por la plaza de los Doctrinos o la calle de los Colegios, el resonar urgente de una campana que nacía del convento de Afuera y que tañía al son de la pobreza y la esperanza de unas monjas que siempre esperaban el milagro de la compasión humana.

Enrique M. Pérez

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