Un día cualquiera, cuando volvió del largo viaje, recorrió de nuevo el camino que iba a parar al tren. De pequeño, solía jugar a escaparse de todo corriendo por el paseo de la Estación. Siempre se iba escondiendo y miraba con recelo a un lado y al otro, sobre todo cuando pasaba por delante de ese tremendo castillo de ladrillo y cúpulas de colores que siempre estaba cerrado.
A menudo pensaba, casi estaba seguro, que allí dentro había fantasmas y, aunque nunca se lo había dicho a nadie, un día vio unos extraños ojos mirándole desde el torreón más alto. Por eso, siempre cruzaba deprisa cuando pasaba frente al Hotel Laredo y cuando ya estaba lejos, siempre volvía la cabeza por si acaso. Después, seguía corriendo y jugando a esquivar, uno a uno, los árboles del paseo. Y al final, la estación. Se solía parar ante la puerta y miraba a los que de verdad se iban, pero, ¿adónde? ¿Qué llevaban en esas maletas llenas de cerraduras? ¿Se escapaban como algún día haría él? Pasaba, miraba, sin entender nada, el horario de los trenes y soñaba con lugares que estaban lejos, muy lejos.
Sentado frente al andén veía pasar dos, tres y a veces cuatro trenes y se quedaba hasta que los viajeros se despedían de los suyos. El silbido de la locomotora siempre le despertaba de sus cavilaciones; se levantaba, se compraba un cucurucho de pipas y después, ya sin prisa, y meditabundo, se iba a tirar piedras a las eras de San Isidro. Pero llegó un día en el que no supo qué hacer. Fue un 15 de mayo. Era la festividad del santo y a él no le acababa de hacer mucha gracia eso de las fiestas y menos aún si encima iban precedidas de romerías llenas de personas vestidas de domingo y de niños gritones. Pero decidió ir. Además, ya era mayor y estaba seguro de que iba a ser su último año. Hacía mucho calor y olía a fritangas y a azúcar tostada. La gente paseaba en grupos riéndose y saludándose; algunos se dedicaban a preparar la merienda, otros, simplemente, descansaban sobre restos de paja. Alguien le paró y comentó, dando gritos, lo grandote que estaba y que pronto sería un hombre. Empezó a aburrirse y se compró una manzana de caramelo. Dando lametazos y a punto de irse, se fijó en algo que siempre le había hecho mucha gracia: las campanas de barro de San Isidro. Frente a la entrada de la ermita, un puesto las ofrecía tentadoras y dispuestas a repicar con la melodía más popular y festiva. No se lo pensó y compró una. Puede que se la llevara a su largo viaje fuera de Alcalá y que con el tiempo le recordara todo lo bueno y lo malo que ahora quería dejar atrás.
[pro_ad_display_adzone id=»320″]
Ya que estaba allí, pensó en entrar a la ermita. A la puerta, un señor muy serio repartía unos papeles en los que se podía ver un dibujo y un texto escrito con muy buena caligrafía. Cogió uno y entró. Se sentó detrás del todo y se puso a mirar la pintura que parecía un altar. Siempre le había impresionado porque parecía de verdad. Admiraba a su autor que, como se podía leer en la pared, fue un tal Manuel Laredo, el mismo señor que mandó hacer el hotel del paseo de la Estación. Debió ser alguien muy especial, pensó mientras soñaba con pinturas por las que se podía andar y que te llevaban a lugares fantásticos. Según el papel, “…el retablo se componía de un ábside semicircular en cuyo centro aparecía la Inmaculada Concepción bajo un tabernáculo cubierto por un cupulín elíptico. A los lados, las pinturas de San Antonio Abad y Santa Bárbara. Y todo ello, imitando mármoles, jaspes y otras piedras semipreciosas”. La verdad es que no entendía mucho, pero le gustaba pensar en la importancia de lo que estaba leyendo. El papel seguía explicando cosas de la ermita: “Fundada en 1650 por Juan Castillejo en cumplimiento del testamento de Diego del Portillo, fue propiedad del Gremio de Labradores de la ciudad…”. No sabía lo que era un gremio, aunque le sonaba a grupo. Le pareció bien eso de que los labradores se juntasen, pensaba él que para defender sus intereses. “…Su planta tiene forma de cruz griega y se siguió el modelo del barroco madrileño en la manera de construirla. Desde la fundación, cada 15 de mayo, se celebró la romería en honor al patrón San Isidro. En 1885, don Manuel Laredo pintó el retablo fingido que se conserva, sustituyendo al anterior destruido por las tropas francesas. Las pinturas, que siguen la técnica del llamado trampantojo, han sido restauradas recientemente por don Manuel Hijazo… La ermita se encuentra muy cerca del que fue cementerio judío…”.
Se quedó un rato pensando en eso de la cruz griega, en lo del barroco y, sobre todo, en esas personas a quienes se nombraba y que debieron ser tan importantes como para que alguien pusiera su nombre en un papel. Luego recogió su campana de barro, se levantó y, en silencio, salió a la calle. No quiso mirar hacia atrás y se fue pensando que sería para siempre.