Símbolo del Barroco: El Gran Teatro del Mundo

“Hermosa compostura/ de esa varia inferior Arquitectura,/ que entre sombras y lejos,/ a esta Celeste usurpas los reflejos,/ cuando con flores bellas/ el número compite  a sus Estrellas,/ siendo con resplandores/ humano cielo de caducas flores.”

Arquitecturas, estrellas, reflejos, resplandores, lo humano, lo divino… Símbolos y alegorías se van uniendo minuciosa y magistralmente a lo ceremonial y festivo en una de las más bellas teatralidades de la religiosidad en el barroco. El Gran Teatro del Mundo, el auto sacramental más conocido de Calderón de la Barca, es un reto, un sentimiento o, en palabras del propio escritor al definir este tipo de teatro, “sermones/ puestos en verso, en idea/ representable cuestiones/ de la Sacra Teología,/ que no alcanzan mis razones/ a explicar ni comprender, y al regocijo dispone/ en aplauso de este día”. Porque uno de los aspectos esenciales en la idea de estas composiciones siempre fue el de instruir al pueblo sobre los principales asuntos de la religión.

Pero estamos hablando de otras épocas; momentos de ruindades, injusticias, decadencias pero también de mucha vida. El barroco, la fiesta, la calle, el teatro, el embuste y, desde luego, Alcalá de Henares. La ciudad que mejor lo representó convertida en el perfecto escenario donde zambullirse en la compleja realidad social de aquellos siglos. Todo comenzó a terminar cuando la prohibición por real cédula de Carlos III de 1765; se acabaron los autos sacramentales, se acabó El Gran Teatro del Mundo. ¿Se representó alguna vez en Alcalá de Henares? Por qué no. Desde antiguo cuajó en la ciudad la costumbre de celebrar la festividad del Corpus. Ya el papa Urbano IV, a partir de 1264, quiso que se celebraran ceremonias en honor de la Eucaristía. Éstas se convirtieron en una de las más exuberantes y escenográficas manifestaciones de la liturgia católica. La fiesta solía comenzar con una misa por la mañana en el interior del templo. Después venía el juego, el teatro, la necesidad de representar sentimientos que hablaban de la exaltación de la Fe. El hombre del barroco encontró en la festividad del Corpus la perfecta disculpa para desarrollar su sentido de lo lúdico. Engrandeció el ideal de Dios y el de su relación con los humanos y utilizó este sentimiento para justificar su necesidad de gritar, sus ganas de llamar la atención o de buscar la vida en los contrastes, en los colores, en lo armónico y en lo más distorsionado. Quizá fue capaz de mostrar a Dios lo más instintivo, primario y natural de sus sentimientos y utilizó la fiesta como metáfora de la propia creación.

Imaginemos la Alcalá de Henares de entonces. Miremos desde un balcón abierto de par en par lo que está ocurriendo en la plaza del Mercado: gente, mucha gente se agolpa queriendo no perder detalle de los prodigios que se presentan ante sus ojos: la gran custodia da cobijo al Santísimo Sacramento que, bajo palio, se prepara para desfilar en dirección a la Magistral. Detrás, agolpados, jugando, riendo y sin parar de moverse, gigantes, máscaras, músicos y danzantes se disponen a seguir a la principal carroza de la procesión. Balcones adornados con tapices, arcos triunfales en los lugares más representativos. Y todo mezclado con la sensualidad del olor, el color y el ruido: fuegos artificiales que explotan en multitud de colores, acompañando a un desfile que camina por la calle Mayor alfombrada con tomillo, heno, romero y otras plantas aromáticas.

Y luego, al final de ese camino transgresor en busca de Dios, había que mostrar al hombre lo que significaba su relación con el Creador. El auto sacramental pudo significar, por tanto, el final del recorrido en el desfile de la vida. El Gran Teatro del Mundo, en el que el universo se concibe como una gran escena en la que los humanos, siguiendo los dictados del Autor (Dios), deben cumplir con lo establecido y adaptarse al papel que les ha tocado representar: rey, labrador, mendigo…., es la mejor nuestra de aquel propósito. Y no se podía fallar porque, ya sin sus trajes de representación, todos comparecerían ante el Autor quien los acabaría por juzgar. Calderón lo irá recordando a lo largo de la obra y constantemente advertirá a sus personajes con la repetida máxima “obrar bien, que Dios es Dios”, haciendo ver que al final todos rendirán cuentas de cómo han actuado en su papel.

Enrique M. Pérez

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