Cinco escritores del siglo XX y Alcalá de Henares
El siglo XX no fue precisamente el más fecundo, desde el punto de vista literario, para la historia de Alcalá de Henares. Esto no significa que la ciudad fuera dejada de lado por los hombres de letras, pero hay que reconocer que tampoco generó demasiado entusiasmo literario. Alcalá de Henares se nos presenta, en muchos casos, como ese lugar de sucesos de un pasado personal o histórico que uno acaba recordando con nostalgia. Aunque también ocurre que en otras ocasiones aparece como un lugar lleno de posibilidades y de sueños, sin olvidarnos de aquellos que simplemente utilizan la ciudad como escenario para encuadrar, sin más, el desarrollo de su relato o los que se limitan a hacer casi una crónica periodística sobre lo que ven.
Comencemos con Jacinto Benavente. En un artículo publicado en ABC, titulado “Strafford-On-Avon y Alcalá de Henares”, habla de las posibilidades culturales y turísticas de la ciudad de la siguiente manera: “En el mes de abril, en Strafford-on-Avon, se celebran festivales en honor a Shakespeare. ¿No podría ser Alcalá nuestra Strafford-on-Avon? Falta de tiempo y de salud me impiden proponer cuanto pudiera y debiera hacerse. Alcalá de Henares no tiene menos atractivos que Strafford-on-Avon, sin comparación en cuanto a tradición y monumentos históricos». Y la crónica concluía así: » No he asistido una vez a los festivales de Strafford-on-Avon, que no haya pensado en Cervantes y en Alcalá de Henares».
Pero, quizá, el más importante intelectual del siglo XX relacionado con la ciudad haya sido Manuel Azaña. Nacido en la calle de la Imagen, el destino quiso que viniera al mundo casi frente a la casa natal de Miguel de Cervantes. La verdad es que no creo que haya en Alcalá calle más intelectual que ésta. En la obra de Azaña, que fue mucho de reflexión, también hubo lugar para el recuerdo y hasta para la imaginación, y así se nota en algunos de sus escritos más representativos. En “El jardín de los frailes” (1927) nos ofrece un soberbio trabajo de autorreconocimiento personal. Está concebido como una crónica de la adolescencia que supone, por un lado, la aceptación del propio autor como protagonista de la acción narrativa y, por otro, un distanciamiento literario que consigue mantener las referencias biográficas deseadas. Habla, entre otras muchas cosas, de cómo nació en él la idea de ser español.
En “Fresdeval” (1930-1931), que toma su nombre de un desamortizado monasterio burgalés, Azaña nos plantea dos aspectos contradictorios de la sociedad española. Se nos presenta la compleja visión del mundo en dos familias totalmente opuestas: el clan de los Budia, conservadores y reaccionarios, y el clan de los Anguix, progresistas, avanzados y liberales. El relato nace a partir del enfrentamiento dialéctico de los dos jóvenes hijos de ambas casas. Es como una aproximación íntima a su propia personalidad. Supone, además, una crítica al ancestral liberalismo decimonónico.
Y también está esa genial obra donde Azaña nos muestra el dolor, su dolor, intelectual por la tragedia de la guerra: “La velada en Benicarló”. Pensada en forma de diálogo, fue escrita en 1937 y supone una completa especificación de su ideario intelectual y político aplicado a la desgarradora situación de la guerra civil española. La acción se desarrolla en torno a varios personajes cercados por la guerra en el bando republicano. Juntos van a pasar la que va a ser su última velada. Son diez los hombres que van a discutir sobre sus opuestas ideologías y con esta discusión van a llegar a la idea de que la razón no está de parte de nadie.
Pero en nuestra caso, de Azaña lo que más tendríamos que reivindicar es el orgullo por su ciudad, sincero y alejado de la superficial alabanza. Criticó a una Alcalá de Henares que tenía que cambiar, evolucionando y mejorando en casi todo, pero también fue capaz de decir cosas como ésta: «Yo soy alcalaíno de raza, alcalaíno por los cuatro costados; yo tengo en mi casa una tradición de amor y servicios prestados a este pueblo, de lo cual me enorgullezco como de un vínculo espléndido; yo he aprendido en las páginas de un libro, escrito por unas manos que para mí eran santas, cuánta magnificencia encierra la historia de esta ciudad «.
El deambular de los escritores alrededor de lo alcalaíno hizo que también José Martínez Ruiz (Azorín) acabara por nombrarnos, que ya es bastante, en uno de sus libros. La posada donde se desarrolla la acción de «El sí de las niñas» y el mesón a donde van don Carlos y Calamocha, son recordados por el maestro de los paisajes literarios: «En Alcalá de Henares hay – a principios del Siglo XIX- una posada y un mesón; la posada está en el centro de la ciudad y el mesón está en las afueras «.
También un hombre hoy casi olvidado, llamado Enrique de Mesa, quiso hacernos caso y nos dejó uno de los más bellos poemas dedicados a Alcalá: “Alcalá de Henares, / ambiente claro de ciudad latina. / Riberas de Henares, / ríe al sol la llanada alcalaína; / sembradura, viñedos y olivares”. Aparece en sus “Poesías Completas” y les puedo asegurar que a veces, sólo a veces, se deja caer por los mismos hondos y bellos precipicios que Antonio Machado.
Quisiera acabar este pequeño repertorio de eminencias literarias con uno de los grandes escritores españoles del siglo XX: Camilo José Cela. En su «Viaje a la Alcarria» casi diría yo que sólo intuye, por cierto muy bien, lo que es Alcalá de Henares. Un libro que, como llega a decir el mismo autor, está pensado para “andar y ver”. Parte para la Alcarria de Guadalajara y en su viaje ve pueblos del más puro estilo castellano, y niños y ancianos y corrales, campanarios, cielos, nubes y sabiduría, la más auténtica, la del hombre del pueblo llano. Sus diálogos con las personas que encuentra en el camino van a servir para mostrarnos la realidad de ese mundo que nos quiere hacer descubrir. El secreto para caminar dice que es hacer «etapas ni cortas ni largas», «veinte o veinticinco kilómetros al día ya es una buena marcha».
Camino de Guadalajara, el tren que lleva al «viajero» para en Alcalá de Henares. Es la única referencia a nuestra ciudad: «Por Alcalá de Henares pasa el tren a las tapias del cementerio. Sobre el río flota, como siempre, una tenue neblina. En Alcalá de Henares se apea mucha gente, queda el tren casi vacío: los pescadores que no se echaron abajo en San Fernando, los soldados de caballería, los hombres de la negra visera; las gruesas, tremendas, bigotudas mujeres de las cestas. Una señorita rubia, con aire de llamarse Raquel o Esperancita, o algo por el estilo, con un peinado lleno de ricitos y de fijador, y un jersey de franjas verdes y coloradas, coquetea con un guardia civil joven que lleva el bigote recortado en forma, como dicen los peluqueros».