Ni que decir tiene que este hospital, o más bien hospitalillo, es ese edificio que hemos visto muchas veces al pasar por la calle Mayor. El trajín diario y las prisas de nuestra época pueden que hayan conseguido que pasemos de largo ante su fachada. Pero hoy  puede ser un buen día para pararse, mirar y escuchar los susurros medievales que salen de su zaguán de entrada.

 

Algunos si lo conocerán e incluso habrán aliviado alguna dolencia, eso sí, no demasiado grave, en su enfermería, otros conocerán su bella iglesia barroca, el resto tiene la gran suerte de que este lugar, acogedor y bello como pocos en Alcalá, recién restaurado y con más tesoros que nunca, acaba de abrir sus puertas para que podamos conocer su pequeña y gran historia. Lo cierto es que esa pequeña puerta abierta dando entrado a un zaguán lleno de sombras casi aparenta ser el comienzo de un túnel que, como todos, parece decirnos que no pasemos por miedo a no saber donde acaba. Pero, en este caso, es fácil comprobar lo que nos abre esa puerta y adónde nos va a conducir: a un maravilloso viaje al espíritu de la caridad medieval conservada, como si se tratara de un fósil vivo, en todos los olores, sensaciones y sonidos de un lugar único.

La Edad Media, tolerante e intransigente a la vez, época de héroes legendarios, de luchadores por unos ideales religiosos imposibles de cumplir y de amor a la arquitectura entendida como alabanza a Dios, dio a luz en Alcalá una serie de hospitales debidos a la caridad de gentes con recursos económicos suficientes como para buscar su salvación eterna de esta manera.

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El día 18 de octubre de 1483, don Luis de Antezana junto a su mujer, doña Isabel de Guzmán, ambos de rancios y nobles apellidos castellanos, otorgan en la villa de Alcalá de Henares testamento en el que deciden fundar un hospital para atender gratuitamente a transeúntes y enfermos pobres en “doce camas (en honor a los doce apóstoles) de ropa y tres enfermos fijos todos los días del mundo”. Y si el mundo decide seguir existiendo a pesar de todos los pesares, parece que esta fundación lleva camino de hacer realidad el deseo de sus fundadores. Hoy está considerada como la institución sanitaria más antigua de Europa que ha mantenido abiertas sus puertas de manera ininterrumpida.

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Don Luis, el fundador, aprovecha unas casas de su propiedad en la calle Mayor para mandarlas adecuar al uso de hospital, al que se tenía que dotar de capilla bajo la advocación de Santa María. Este caballero alcalaíno no dejó de ser importante en aquella España de finales del siglo XV, llena de intrigas y peleas de leyenda. Él mismo se describe en su testamento con el apuesto título de “caballero doncel del rey” y como tal no deja de participar en el juego de la lucha por el poder durante el reinado de Enrique IV. Su amistad con el arzobispo de Toledo Alonso Carrillo de Acuña le hace participar en la bien montada conjura para nombrar a Isabel, hermana del rey, reina de Castilla. Seguro que la reina Católica nunca olvidaría este gesto de un hombre que se contaba entre los más importantes de Alcalá.

Pero como las cosas hay que legalizarlas, no va a ser hasta 1484 cuando el Papa Sixto IV autorice por Bula la fundación del hospital y el uso de capilla propia donde, además, puedan ser enterrados los cofrades o señores regentes de la institución. Aprovechando las circunstancias, se decide que otro alcalaíno y aún más antiguo hospital de caridad, bajo la advocación de san Julián, sea refundado uniéndose al recién fundado de Antezana. Posiblemente haya que buscar la razón en el hecho de la falta de dinero, poderoso caballero que tanto en la Edad Media como hoy siempre ha sido difícil de compaginar con la caridad.

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Y siguiendo la manera de entender la caridad durante la Edad Media, los cofrades no podían ser otros que nueve caballeros hijosdalgos (en honor a los nueve meses del embarazo de la Virgen), en quienes el fundador dejó depositada su confianza para que siglo tras siglo su hospital fuera cuidado y mantuviera abiertas sus puertas. Hoy la cofradía de caballeros de Antezana sigue rigiendo la institución, aunque ya no sea obligatorio, desde hace mucho tiempo, el pertenecer a la nobleza.

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A pesar del tiempo y de las reformas que ha sufrido el edificio, el viejo hospitalillo de la calle Mayor sigue conservando ese carácter de noble antigüedad que siempre ha tenido. Su bella fachada, retocada en el siglo XIX con formas neogóticas, conserva un soberbio alero de canecillos al estilo mudéjar, obra de artesanos alcalaínos que tan grandes manifestaciones de este estilo iban a dejar en la ciudad con la fundación de la Universidad. Y como no podía ser de otro modo, una hornacina con la imagen de Santa María bajo la advocación de Nuestra Señora de la Misericordia. En el interior, un evocador patio donde se mezcla lo popular y el arte en magnífica armonía. Dos plantas, pilares de madera o pies derechos como los llamaron desde antiguo, zapatas y pilares de yeso realizados, otra vez, al gusto mudéjar. Y sorpresas, muchas sorpresas descubiertas tras la última y magnífica restauración: la puerta original desde el zaguán del antiguo palacio de los Antezana, escudos de la familia decorando los alfarjes mudéjares, los restos de una antigua leyenda gótica, un evocador jardín interior…

Pero en este antiguo lugar de reparación de almas y cuerpos se percibe algo más: tranquilidad. Quizás sea esa la sensación que mejor defina lo que siente todo aquel que tiene la suerte de toparse con el hospitalillo. En él todo nos incita a la calma y a pararnos para escuchar el silencioso susurro de otras épocas.

Su labor continúa hoy en día: un moderno centro geriátrico cumple con la labor social y asistencial de cuidar a personas mayores. Ya no son doce camas y tres enfermos fijos, son más y cuentan con todos los servicios necesarios en una institución de este tipo. Lo que no ha cambiado es la firme voluntad de continuar con una labor que comenzó en 1483.

Si nuestro viejo hospital hablase, seguro que nos relataría, orgulloso, mil y una historias de todos aquellos que lo han ido habitando. De entre todos, destaca la figura de un hombre que transformó su vida para conseguir que sus ideales cambiaran al mundo: Ignacio, conocido como el de Loyola, pensó en venir a Alcalá a estudiar los latines y las teologías. Luchador como era, quiso dejar bien claras sus nuevas ideas y se presentó en la ciudad vestido con un simple saco o sayal. Tan pobre venía que el Prioste o principal de la cofradía del hospital en aquel momento, llamado Lope de Deza, le dio, según dicen los Annales Complutenses, “en él un aposento en que se acomodó, empleándose en servir a los pobres acogidos al hospital y enseñar la doctrina cristiana a los niños por las calles con gran aprovechamiento y edificación de todos.” Y allí vivió cuidando a los enfermos y siendo su cocinero entre los años 1526 y 1527.

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Pronto sus ideas harían mecha en la inquieta mente de muchos de los que se acercaban a oírle declarar la doctrina cristiana en el hospital. Sus seguidores fueron conocidos en la ciudad como los sayaleses o los del sayal. Y también pronto sus revolucionarios ideales, que hablaban de oración íntima y directa con Dios, asustaron a la Inquisición que abrió a Ignacio tres procesos en Alcalá, llevándole el tercero a la cárcel y motivando su salida de la ciudad. Tras salir de prisión, fue obligado a quitarse el saco y vestir como un estudiante más, pero como no tenía dinero se le ocurrió pedir limosna junto a un amigo. Esta circunstancia dio origen a una sorprendente anécdota que nos habla de la mezcla de lo milagroso y lo humano en el religioso siglo XVI. Al pasar por delante de la casa de un tal Lope de Mendoza, enemigo acérrimo de las ideas de Ignacio, se les ocurrió pedirle limosna, a lo que el noble respondió refiriéndose a Ignacio: “quemado muera yo si no merecía estar quemado”. Tal provocación motivó que el de Loyola respondiera de manera contundente: “mirad no os suceda como decís”. Ese mismo día se celebraba el nacimiento del futuro Felipe II, por lo que siguiendo la costumbre Lope de Mendoza subió a la torre de su casa para disparar algunos tiros en signo de alegría. La mala suerte hizo que al llenar su arcabuz de pólvora, ésta se le incendiara de tal manera que le abrasó todo el cuerpo, muriendo a las pocas horas, entre grandes sufrimientos. Se dice que Ignacio al enterarse lloró por su dramática muerte.

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El espíritu ignaciano ha sido siempre tan importante en nuestro hospital que la habitación del santo y la que había debajo fueron transformadas en capilla por la Compañía de Jesús en el siglo XVII. La habitación propiamente dicha, situada junto a la antigua cocina, se pueda visitar y es sorprendente ver dentro de ella una cúpula barroca. En la capilla podemos admirar un bello cuadro con la imagen de San Ignacio, pintado por Diego González de Vega en 1669. Y la cocina, evocadora, humilde y pobre, dejada casi tal cual la usó el santo, nos abre su  vieja puerta oliendo todavía a los antiguos guisos.

También se dice, aunque no haya constancia documental de ello, que en el hospitalillo ejerció su humilde profesión de cirujano sangrador, especie de enfermero de la época, el amargado padre del más famoso de los alcalaínos: Miguel de Cervantes. Es posible que Rodrigo soñase en el hospitalillo con ser un famoso médico aunque la realidad sólo le mostrase las heridas de los más desgraciados.

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De nuevo en la calle Mayor, un arco de piedra, construido en 1576, nos da entrada a la Iglesia del hospital. Conserva elementos de su primera edificación, como un bello artesonado mudéjar del siglo XV cubierto en el siglo XIX por una bóveda de yeso. La capilla, de una sola nave, fue reformada al gusto barroco a principios del XIX. A los pies del templo podemos contemplar un gran cuadro, pintado en 1658 por Pedro de Valpuesta, en el que se representa a San Ignacio en el centro y a su alrededor, a modo de viñetas, escenas de milagros del santo durante su estancia en el hospital.

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En la iglesia se encuentran enterrados los fundadores del hospital, don Luis de Antezana y su esposa doña Isabel de Guzmán. El templo se adorna con bellas obras de arte, como dos lienzos del siglo XVII, atribuidos al pintor Sebastián de Herrera Barnuevo, que representan a San Juan Bautista y a San José con el Niño. Pero la joya de la iglesia es, sin duda, la bellísima imagen en madera policromada de la patrona del hospital: Nuestra Señora de la Misericordia, talla, de hacia 1609, atribuida al taller sevillano de Martínez Montañés. Aparece en el retablo  tranquila y guapa, jugueteando con el Niño en su regazo e incitándonos a mirarla y a contemplar su rostro.

Ya es hora de irnos y dejar reposar a las personas que acoge el hospital. Pero antes, por qué no echar un último vistazo al patio y ver, despacio, desde él el silencioso anochecer del cielo alcalaíno.

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