María Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda
María Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda
Nació en Madrid el 31 de octubre de 1767, fue marquesa de Gualcázar y de Hinojares, descendía de las más poderosas familias aristocráticas de Europa. Posiblemente lo tuvo fácil, o no, pero tomó una decisión que rompió moldes ante una sociedad en la que se encapsulaba a la mujer en un rígido corsé fabricado a base de antiguos tópicos y tradiciones. Pero ella reaccionó, se reveló contra lo inevitable y demostró que la inteligencia no tiene nada que ver con el género al que se pertenezca.
Nació en el palacio familiar de la calle Mayor de Madrid y se educó en un ambiente privilegiado, rodeada de magníficas obras de arte. Su padre, conde de Oñate entre otros títulos, y su madre, también entre otros honores duquesa de Nájera, mantuvieron una estrecha relación con los reyes Carlos III y Carlos IV, ocupando ambos importantes cargos en la corte. Amantes del arte y la literatura, organizaban tertulias y encuentros a los que invitaban a los más importante intelectuales de la época.
Allí, la pequeña María Isidra se empapó casi inevitablemente de las grandes posibilidades culturales y educativas puestas al servicio de su clase social, uniendo a esta circunstancia unas magníficas cualidades intelectuales, como su asombrosa facilidad para los idiomas o su prodigiosa memoria. Y creció, y su fama de mujer dotada de una tremenda capacidad intelectual también, hasta el punto de una cierta exageración, porque no me dirán que no suena a exagerado, por muchos que fueran los méritos, que una muchacha con diecisiete años fuera nombrada Académica Honoraria de la Real Academia de la Lengua. Parece ser que ayudó a tomar tal decisión el propio rey Carlos III, por lo que el entonces director de la RAE, el marqués de Santa Cruz, lo tuvo fácil. El caso es que María Isidra se convirtió en la primera mujer académica en España.
Pero a María Isidra le faltaba algo, y ese algo era un título universitario. Su familia mantenía una gran relación con la que había sido, y en parte seguía siendo, una de los grandes universidades de España: la de Alcalá de Henares. Su padre, como duque de Nájera, era patrono del colegio de los Manriques, por lo que mantenía un estrecho vínculo con la Universidad. La decisión de María Isidra tuvo que colocar en una difícil situación a los estudios complutenses. Por un lado, la prohibición del acceso a la universidad de mujeres, por el otro, la presión de una de las familias más poderosas del reino. Su padre envió una carta al conde de Floridablanca solicitando el acceso de su hija a la Universidad. La respuesta no dejó ninguna duda sobre cual era la voluntad del rey en este asunto.
El Conde de Floridablanca sólo tardó cinco días en notificar a la Universidad la voluntad de Carlos III. A partir de ahora, María Isidra ya sólo tuvo que demostrar su enorme talento. Me imagino que se tuvo que sentir liberada, entregada en cuerpo y alma al magnífico ejercicio de demostrar sin ningún corsé sus grandes conocimientos.
La idea era conceder a María Isidra los grados de Filosofía y Letras Humanas, eso sí, tras los correspondientes exámenes. En aquella decadente Universidad Complutense del siglo XVIII el ceremonial que rodeó al examen de la joven aristócrata tuvo que recordar pasadas glorias universitarias. Se celebró el 5 de junio de 1785 y su desarrollo recuerda a un cuento de hadas. La comitiva salió del Palacio Arzobispal. María Isidra iba en una preciosa carroza de cristal acompañada por el rector y el cancelario. Delante, soldados a caballo y alrededor, portaestandartes con los emblemas de la casa de Oñate. Y así, hasta la iglesia de la Compañía de Jesús, convertida en aula magna tras la expulsión de la Orden.
Allí María Isidra se enfrentó al examen, que era oral y en diferentes idiomas, sin ningún problema. El tribunal no tuvo dudas, aprobándola por unanimidad. Vítores, música, fiesta…, todo tuvo que ser magnífico aquel día en Alcalá de Henares.
Aquella muchacha, de sólo diecisiete años, recibió su título universitario al día siguiente rodeada de un recargado y hasta excesivo ceremonial. Fue llevada en silla de manos, acompañada por unos doscientos profesores, hasta la antigua iglesia de los jesuitas. Allí, tras los juramentos, le fue impuesto el bonete de doctora, luego subió a la cátedra y ofreció, ya como catedrática honoraria de Filosofía Moderna entre otros títulos, una breve disertación. La Universidad la entregó el título, una medalla y un retrato al óleo (el original se encuentra en la Universidad Complutense de Madrid. En la de Alcalá de Henares se conserva una copia moderna). Todo terminó con un gran convite ofrecido por la nueva doctora.
Es así como María Isidra se convirtió en la «Doctora de Alcalá». A partir de entonces, su vida se llenó de reconocimientos académicos, siendo alabada, como es el caso de Jovellanos, por los grandes intelectuales de su época.
Se casó el 9 de septiembre de 1789 con Rafael Alfonso de Sousa de Portugal, marqués de Guadalcázar, dos meses después de la toma de la Bastilla. El matrimonio se trasladó a Córdoba, donde el marido tenía grandes propiedades. Allí nacieron sus cuatro hijos: Rafael, María Magdalena, Luisa Rafaela e Isidro.
La Revolución Francesa de alguna manera trastocó su ilusión por seguir creciendo intelectualmente. Aquel gran proceso de cambio genero muchos miedo y recelos entre las personas de su clase social. Además, la ilustración, con sus ideas avanzadas y racionalistas, no supo o no quiso incluir a la mujer como parte de su ideal intelectual y programático. María Isidra tampoco quiso seguir luchando y prefirió apartarse y vivir tranquila en Córdoba dedicada a su familia.
Murió joven, a los treinta y cinco años, el 5 de marzo de 1803. Fue enterrada sin ninguna pompa, como ella pidió en su testamento, en la iglesia cordobesa de Santa María de Aguas Santas.
El Ayuntamiento de Alcalá de Henares otorga en su recuerdo el Premio María Isidra de Guzmán de investigación sobre la mujer.