El Paseo, plaza de Cervantes, Alcalá de Henares

El Paseo, plaza de Cervantes, Alcalá de Henares… la vieja costumbre de ver y dejarse ver.

El paseo, simple y llanamente, andar por andar mirando sin mirar y hablando como quien no habla. Solo o en compañía, porque sí o por obligación social, facultativa o por cualquier otra razón que se les ocurra. El andariego vecino de nuestra ilustre ciudad ha contado desde antiguo con espacios suficientes para ejercitarse en el arte, y quién podría negar que lo es, de dar un paso tras otro sin más motivo que hacerlo sin buscar ninguno. Tan sugestiva ocupación ha dado un especial empaque a viejos lugares de Alcalá de Henares, llenos, por otra parte, de tantos y tantos recuerdos importantes como para desviar la atención de cualquier reflexivo y concentrado caminante. Y como ejemplo, ahí está la señorial y altiva plaza de Cervantes: lugar de paso y de paseo, mentidero, escaparate público, tenderete de mercaderes y escenario del variopinto y cotidiano muestrario de las costumbres humanas.

El Paseo, plaza de Cervantes, Alcalá de Henares

Al igual que en el viejo Madrid de la calle del León, por el mentidero de representantes, acostumbraban los comediantes a reunirse para ver, ser vistos y afilar sus capacidades retóricas y declamatorias, así, desde hace mucho tiempo, los alcalaínos han utilizado la plaza de Cervantes como un gran escenario de público muestrario humano.

Esto viene a cuento de un comentario que me hizo no hace mucho una señora de Alcalá, de esas a las que uno tiene la tentación de calificar como de toda la vida. Entre sonriente y nostálgica, recordaba aquellos años en los que pasear por la plaza tenía como propósito no sólo el ir o venir, sino también el demostrar la clase o categoría social de cada cual. Los viejos, y no tan viejos, del lugar saben como este gran espacio urbano ha contado durante muchos años con una especie de frontera psicológica que dividía a la sociedad en alta o baja según el lado que le correspondiera. Resulta que los ricos acostumbraban a pasear por la zona sin soportales, mientras que los pobres sólo se atrevían por la que sí los tiene. Reflexionando sobre la cuestión, yo no sé a ustedes pero a mí, profano en la materia y ajeno al sentido de sentirse de una casta o de otra,  me da la sensación de que la alta sociedad salía perdiendo en la elección, sobre todo si tenemos en cuenta aspectos de tipo climatológico o comerciales. Pero, aparte de este tipo de razones, hay que contar con la historia a la hora de justificar comportamientos que, en principio, parecerían injustificables.

El Paseo, plaza de Cervantes, Alcalá de Henares Plaza-de-Cervantes

La vieja plaza mayor de Alcalá de Henares nació como lugar del extrarradio, convertido pronto en espacio dedicado al comercio desde que en el siglo XII el rey Alfonso VIII, a petición del arzobispo Gonzalo Pérez, concedió a la ciudad el privilegio de celebrar una feria de 10 días. Mercado de ganado, de productos de la tierra y de utensilios de la labranza que por entonces se celebraba al otro lado de las murallas. La feria pronto se instaló en este espacio buscando la libertad y la ventaja económica de estar fuera y poco sujeta a cargas legales de cualquier tipo.

Con el tiempo, la muralla cayó y la plaza quedó dentro, pero llegó Cisneros y dio tal amplitud a su villa de Alcalá que ya ni la gran cerca pudo impedir, en muchos sentidos, el ejercicio de la libertad. El Cardenal otorgó nuevos favores fiscales a las ferias, pero también tuvo la ocurrencia de dividir la ciudad en dos zonas con una frontera simbólica que cruzaba en diagonal a través de la plaza del Mercado. Dio al Concejo el poder sobre el lado noroeste, mientras que el lado opuesto quedó bajo la jurisdicción del Rector del Colegio Mayor de San Ildefonso. Y desde entonces, la plaza fue protagonista, víctima y testigo de las disputas y celebraciones organizadas por una y otra institución.

Los enfrentamientos entre la Universidad y el Ayuntamiento llegaron hasta el punto de provocar que los urbanistas de un lado se propusieran todo lo contrario a los del otro, y, así, mientras el señor regidor de la villa porticó su parte de la plaza, el señor rector nunca quiso hacerlo. La plaza mentidero, la plaza mercado, la plaza teatro de la villa universitaria de Alcalá se transformó, por obra y gracia de derechos y gobernantes, en símbolo de trifulcas y separación, aunque sin perder nunca el integrador sentido de ser también escenario de la fiesta y el comercio. Con todo, tuvo que cuajar en el espíritu de los alcalaínos el tener una plaza dividida y cuando pasó el tiempo de los maestros y estudiantes y fueron sustituidos por burgueses y militares, los recién llegados aceptaron de buen grado la herencia recibida. Los nuevos señores eligieron el lado de la Universidad y consiguieron que los Condueños les cedieran parte de los antiguos edificios recién salvados para transformarlos en el símbolo de su posición privilegiada.

Construyeron un Casino Militar, un Círculo de Contribuyentes, un hotelito y decoraron la plaza a su gusto con un quiosco para la música de los domingos después de la misa y una estatua en homenaje al idealizado símbolo de la cultura española: Miguel de Cervantes. Los otros, los pobres, los villanos de aquella decimonónica y adormilada ciudad del siglo XIX, aceptaron el caminar sólo bajo los soportales, sin preocuparles demasiado el tener que sortear todo tipo de mercadurías y cachivaches que salían hacia el exterior oliendo a tienda de ultramarinos y coloniales.

Con el paso del tiempo, en 1931, dieron a la plaza el nombre de Cervantes, sin perder el privilegio de ser escenario de desfiles, fiestas, ferias, odios y juegos. Y siempre, lugar de paseo, de traje de domingo, de la terraza del Círculo para la gente “bien”. Así, hasta hace bien poco. Por eso, todavía aquella señora de la que les hablé recordaba su juventud de paseos por el “lado bueno” de la plaza y lo mal que quedaba cruzar al otro lado. Aunque mientras me contaba todo esto, creo que, en algún momento, percibí una ligera sonrisa de esas que sólo es capaz de esbozar quien se siente transgresor de normas, leyes o moralidades. Tengo la sensación de que, como muchos otros alcalaínos, supo cruzar y que una vez allí sólo se encontró con la normalidad más absoluta.

Hoy ya todo eso pasó, pero, por suerte, nuestra plaza sigue estando donde siempre y la seguimos utilizando para ver y dejarnos ver, y para las fiestas, las protestas, los juegos, las terrazas de verano o, simplemente, para ejercitar el tranquilizador y reflexivo placer de caminar sin ir a ningún sitio o buscar una justificación.

Enriquie M. Pérez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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