Puede que no se hayan fijado, pero desde hace unos días alguien está sentado junto al pozo del patio de santo Tomás de Villanueva. Parece ensimismado mirando las letras que se grabaron en los pedestales de los pináculos altos y no deja de susurrar, en un tono que casi ni se deja oír, “en luteam olim celebra marmoream”.

 

El patio le parece asombrosamente grande y proporcionado. Parece mentira que un arquitecto fuera capaz de crear algo así, más aún teniendo en cuenta que en su época el bueno de Pedro Gumiel no hubiera podido soñar con la posibilidad de tener semejante cantidad de piedra gris. Hace tanto frío como aquella mañana de enero del año 1513, cuando el rey Fernando le reprochó la pobreza en la calidad de los materiales con que había construido su Colegio Mayor. “Majestad, otros harán en mármol lo que yo he hecho en arcilla”, le respondió con orgullo mal disimulado. Era ya muy viejo, pero no le faltaron fuerzas para saber defender con valentía su fundación universitaria ante el rey. ¡Cuántas vueltas da el tiempo!, piensa, y de cuán poco vale el sentimiento del orgullo. En aquellos tiempos, logró reunir a los hombres más inteligentes para que le labraran un lugar en donde hacer realidad sus ideas de reforma en la iglesia de Cristo. Y el maestro Pedro dio forma a su sueño levantando templos para formar a los hombres y rezar a Dios.

La humildad, la bendita necesidad de no tener para tenerlo todo. Siempre le guió esa idea de tener lo imprescindible y de ayudar al que no tenía. Por ello, le pareció bien ese trazado que le presentó Pedro Gumiel para el Patio Mayor de las Escuelas: sencillo, de dos alturas, de ladrillo y argamasa; sólo lo necesario. Con el tiempo, arriba, en esas letras, otros recordaron su respuesta al rey, y él se siente un poco traicionado por el recuerdo de su mal escondido orgullo; al fin y al cabo, no dejó de ser un hombre. Pero lo asombroso es que se cumplió lo profetizado a Fernando y llegaron otros que levantaron el gran monumento que hoy podía contemplar. Quizá, demasiada piedra gris, piensa al mirar las columnas y los arcos. Él se acostumbró a la sensual mezcla de colores y formas con que le regalaba Pedro y sus alarifes, perfectos herederos de la más bella tradición de la España del Islam. Recuerda su lucha contra la doctrina de Mahoma, pero, a la vez, siente que amó de verdad el arte que crearon sus seguidores.

Puede que fuera esa una de las mejores herencias de su Universidad. La vitalidad y la necesidad de romper normas que sólo nace de los más jóvenes.

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Sabe que un hijo del príncipe Carlos, que fue rey con el nombre de Felipe II, dio a sus reinos una importancia tal dentro del conjunto de las naciones que hasta se llegó a decir que en su imperio nunca se ponía el sol. También a él le relacionaron con el sol cuando, en alabanzas  inventadas y exageradas, pero ingenuas, dijeron que lo había hecho ocultar milagrosamente cuando tomó a los sarracenos la ciudad de Orán; la vida y la necesidad del arte para enmascararla, como dejó dicho en la antigüedad el maestro Aristóteles.

El rey Felipe levantó el templo de su orgullo en un lugar llamado Escorial. Fue obra de hombres como Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, y sus formas resultaron tan potentes y perfectas en la época que durante mucho tiempo los arquitectos no hicieron más que copiarlas. Así fue al menos hasta que llegó Juan Gómez de Mora, hombre, que sin abandonar la arquitectura que se vino a llamar herreriana, avanzó jugando con las maneras hasta llegar a un lugar al que se denominó Barroco. Cree que quizá por ello el Patio de las Escuelas que está observando es tan de líneas y austeridad, pero también tan de rompeduras y caprichos.

Tiene la Biblia entre las manos; la acaricia y lee despacio el Evangelio de San Juan: “No te asombres si he dicho: debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere: uno lo siente, pero no puede decir de dónde viene ni adónde va. Lo mismo ocurre con el que ha nacido del Espíritu”. El eterno nacer. Es cierto que nunca se muere de verdad, y puede que sea esa la razón por la que todavía le es fácil oír a los colegiales buscando cada cual su “general”: la de teología, la de cánones, la de medicina o la de filosofía. Es capaz de escuchar viejos rumores de risas, juegos y, sobre todo, nervios por el temor a la dureza de los estudios. Cuánto miedo a suspender, pero, también, cuánto afán por rebatir y por la creativa disparidad de opiniones. En cambio, al otro lado del patio todavía suena el griterío de los alumnos encaminándose al Refectorio. ¡Qué grande era! Con el tiempo, los maestros incluso lo llegaron a utilizar como teatro para poder así enseñar la retórica y la vida a sus alumnos.

Y el maestro Pedro dio forma a su sueño levantando templos para formar a los hombres y rezar a Dios.

Pero sobre todas las cosas, lo que más amó de aquel lugar fue la biblioteca. Los libros; tenerlos, guardarlos y, luego, utilizarlos para el fin de crear desde las interpretaciones más diversas. Siempre quiso que Alcalá fuera un lugar de recuperación del saber, y por eso se esforzó en reunir los mejores y más veraces volúmenes: tesoros donde se explicaban  los diferentes sentidos de todo aquello que era objeto de estudio en la Universidad.  Y por encima de todos amó la Biblia; un libro de libros que fue su gran obsesión y al que consiguió transformar en políglota para así ofrecerlo en su más desnuda realidad. Fue su otro gran pecado de orgullo. Recuerda el miedo que le daba no llegar a ver impresa su Biblia Políglota y cómo la suerte quiso que tuviera en sus manos la obra poco antes de desaparecer de este mundo.

También sabe que su fama entre los que siguieron su camino hizo que quisieran guardar sus cosas y todo aquello que simbolizaba la creación y desarrollo de la Universidad. Y lo guardaron en un pequeño museo que se colocó junto a la biblioteca, hasta conservaron las llaves de la Alcazaba de Orán; le llamaron Gabinete de Antigüedades. No demasiado lejos, se situó la Sala Rectoral; allí todavía siente el recuerdo de su amigo Pedro del Campo, primer rector de su Colegio. En lo más alto, las cámaras de los Colegiales Mayores con prebendas o becas. Las ideó para que estudiaran los más pobres, aunque sabe que su buena intención duró poco y que con el tiempo sólo llegaron a ser colegiales los que supieron imponer su casta y su dinero. Eso sí, al principio todo fue muy ilusionante y quizá algo ingenuo; hasta quiso jugar con el número simbólico del nacimiento del cristianismo, el 33, a la hora de pensar en las prebendas a otorgar.

El rey Felipe levantó el templo de su orgullo en un lugar llamado Escorial. Fue obra de hombres como Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, y sus formas resultaron tan potentes y perfectas en la época que durante mucho tiempo los arquitectos no hicieron más que copiarlas.

Hay muchos más sentimientos que ya no quiere recordar, casi prefiere cerrar los ojos y seguir sentado junto al pozo. Pero está el pozo, y lo mira y sonríe: los muchachos de Alcalá, los estudiantes y sus costumbres. Puede que fuera esa una de las mejores herencias de su Universidad. La vitalidad y la necesidad de romper normas que sólo nace de los más jóvenes. La de jocosas hazañas que escuchó y las que tuvo que perdonar desde que dio comienzo la vida estudiantil. Hay una que ahora le hace reír: la hierba que dicen crecía alrededor del pozo; tres metros de verdor cuidado y mimado porque según decían los chicos en Alcalá, como no pasaba en Salamanca, podía crecer fresca la hierba por no haber “burros” que la comieran. Sigue sonriendo al mirar a Tomás García Martínez, aquel joven e inquieto estudiante, llegado en 1508 desde Villanueva de los Infantes, que llegó a ser el primer santo de la Universidad: santo Tomás de Villanueva. Sólo él sabe de los miedos y las dudas de Tomás, pero también de su impetuosa manía de cuestionarlo todo.

Como siempre, acaba recordándose a sí mismo y sólo se reconoce en el cordón franciscano. De verdad amó esa vieja cuerda hecha de nudos y sencillez. Ni el sol, ni el poder, ni siquiera la Universidad; a él sólo le basta un simple hábito y una cuerda para permanecer, para ser un recuerdo en un libro al que los hombres llaman historia.

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